Libertad de expresión |
Qué golpe tan magnífico ha asestado la Asamblea Nacional francesa a la verdad, la justicia y la humanidad. La semana pasada aprobó una ley que convierte en delito negar que los turcos cometieron genocidio en contra de los armenios durante la I Guerra Mundial. ¡Bravo! ¡Hay que quitarse el sombrero! ¡Vive la France! Pero esto tiene que ser el comienzo en un nuevo capítulo de la historia europea. Ahora, el Parlamento británico tiene que decir que es delito negar que fueron los rusos quienes asesinaron a los oficiales polacos en Katyn en 1940. Y el Parlamento turco, que es delito negar que Francia utilizó la tortura contra los rebeldes en Argelia.
Hagamos que el Parlamento alemán apruebe una ley en la que se considere delito negar la existencia del Gulag soviético. Que el Parlamento irlandés castigue la negación de los horrores de la Inquisición española. Que el Parlamento español establezca una condena mínima de 10 años de cárcel para cualquiera que afirme que los serbios no intentaron llevar a cabo el genocidio de los albaneses en Kosovo. Y el Parlamento Europeo debe aprobar inmediatamente una ley europea que obligue a calificar como genocidio el trato de los indios americanos por parte de los colonizadores de Estados Unidos. Lo único malo es que en la Unión Europea no podemos imponer la pena de muerte por estos espantosos crímenes de ideas. Pero es posible que, con el tiempo, también eso cambie.
¡Qué fantástica, esta nueva Europa! Me siento totalmente incapaz de comprender cómo es posible que nadie en su sano juicio -aparte, claro está, de alguien que pertenezca a un grupo de presión armenio en Francia- pueda considerar que esta proposición de ley, que, en cualquier caso, será casi con seguridad rechazada en la Cámara alta, es una medida progresista e inteligente. ¿Qué derecho tiene el Parlamento de Francia a decretar por ley la terminología histórica apropiada para describir lo que otro país hizo contra un tercer país hace 90 años? Si el Parlamento francés aprobara una ley por la que fuera delito negar la complicidad del Gobierno de Vichy en la deportación de judíos franceses a los campos de exterminio, seguiría pensando que era un error, pero, por lo menos, podría respetar el impulso moral de autocrítica que implicaría.
Especular, un juego de tontos
Esta ley, en cambio, no tiene más justificación moral ni histórica que cualquiera de las otras que he sugerido. Es cierto que hay aproximadamente medio millón de ciudadanos franceses de origen armenio -entre ellos, Charles Aznavour, en otro tiempo llamado Varenagh Aznavourian- y que han presionado para ello. El número de ciudadanos británicos de origen polaco es, por lo menos, igual, así que la misma justificación tendría exactamente una ley británica sobre Katyn. Que se atreva a proponerla Denis MacShane -con espíritu satírico, claro está-, un parlamentario británico de origen polaco. ¿O qué tal si los parlamentarios británicos de origen indio y paquistaní proponen leyes opuestas sobre la historia de Cachemira?
En un artículo de fondo de The Guardian reconocía que "a los partidarios de la ley les mueve, sin duda, el deseo sincero de reparar una injusticia de 90 años". Ojalá pudiera estar tan seguro. Se podrían sugerir también como motivos el deseo de ganarse el favor de los votantes franco-armenios y el de colocar otro obstáculo para la entrada de Turquía en la UE; pero especular sobre los motivos es un juego de tontos.
Cualquier lector inteligente puede imaginar que mi argumento no tiene nada que ver con que ponga en duda el sufrimiento de los armenios que fueron asesinados, expulsados u obligados a huir por miedo a perder la vida durante la Gran Guerra e inmediatamente después. Su suerte en manos de los turcos fue terrible, y ha tenido poco sitio en la memoria oficial europea. Prestigiosos historiadores y escritores han ofrecido sólidas razones por las que aquellos hechos merecen el nombre de genocidio, de acuerdo con la definición aceptada desde 1945. El premio Nobel de literatura de este año, Orhan Pamuk, y otros escritores turcos han estado procesados en virtud del famoso artículo 301 del código penal turco precisamente por atreverse a sugerir una cosa así. Una situación mucho peor que los resultados que se buscan con la nueva ley francesa. Pero un error no se corrige cometiendo otro.
Nadie puede legislar la verdad histórica. Dentro de lo que es posible establecerla, es preciso llegar a ella mediante una investigación sin trabas, en la que los historiadores debatan a partir de las pruebas y los hechos y pongan a prueba y argumenten las afirmaciones de cada uno sin miedo a la persecución ni el procesamiento.
En la tensa política ideológica de nuestros días, esta ley que se propone es precisamente un paso en la dirección equivocada. ¿Cómo podemos criticar legítimamente a Turquía, Egipto y otros Estados por restringir la libertad de expresión mediante leyes que protegen dogmas históricos, nacionales o religiosos, si nosotros lo hacemos cada vez más? El fin de semana pasado, en Venecia, volví a oír a un distinguido erudito musulmán que se indignaba contra nuestro doble rasero. Les pedimos que acepten insultos contra los tabúes musulmanes, dijo, pero ¿aceptarían los judíos que alguien tuviera libertad para negar el Holocausto?
Señalar con el dedo a otros
En vez de crear, con ayuda de leyes, nuevos tabúes sobre la historia, la identidad nacional y la religión, deberíamos desmantelar los que aún existen en nuestras constituciones. Los países europeos que tienen leyes de blasfemia y leyes sobre la negación del Holocausto deberían revocarlas. Si no, la acusación de doble rasero es imposible de refutar. Lo que vale para unos tiene que valer para otros. Hace poco presencié los impresionantes malabarismos políticos que llevaba a cabo el filósofo francés Bernard-Henri Levy para explicar por qué se oponía a cualquier ley que restringiera las críticas a la religión, pero, en cambio, apoyaba las relativas a la negación del Holocausto. Decía que una cosa es poner en tela de juicio una creencia religiosa, y otra, negar un hecho histórico. Pero eso no cuela. Los hechos históricos se establecen precisamente mediante la discusión y la confrontación con las pruebas. Sin esa controversia -que incluye la postura revisionista extrema de la negación rotunda- nunca descubriríamos qué datos son verdaderamente reales.
Esa coherencia exige que tomemos decisiones dolorosas. Por ejemplo, no puedo sino aborrecer algunas de las opiniones que se conocen de David Irving sobre el intento de exterminio de los judíos a manos de la Alemania nazi, pero estoy totalmente convencido de que no debería estar en una cárcel austriaca por ellas. Me dirán que la falsedad de varias de sus afirmaciones quedó establecida mediante un juicio en un tribunal británico. Es verdad, pero no fue el Estado británico el que le procesó por negar el Holocausto. Fue el propio Irving el que se querelló contra otro historiador que sugirió que negaba el Holocausto. Él trató de impedir un debate histórico libre y limpio; el tribunal británico, de defenderlo.
Si queremos defender la libertad de expresión en nuestros países y promoverla en los lugares en los que no existe, deberíamos reclamar que David Irving salga de su cárcel austriaca. La ley de Austria sobre la negación del Holocausto es mucho más comprensible desde el punto de vista histórico y más respetable moralmente que la propuesta en Francia -por lo menos, los austriacos reconocen las dificultades de su propio pasado, en vez de señalar con el dedo el de otros-, pero, por el bien de Europa en general, deberíamos animarles a que la revoquen. Sólo cuando estemos dispuestos a permitir que nos toquen a nuestras vacas más sagradas tendremos legitimidad para exigir que los islamistas, los turcos y otros hagan lo mismo. No es el momento de erigir tabúes, sino de desmantelarlos. Debemos practicar lo que predicamos.