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a) Lo ha hecho siempre, ya desde el tiempo de los apóstoles. En efecto, se lee en los Hechos de los Apóstoles (19, 19) que los fieles de Efeso, movidos por la predicación de San Pablo, quemaron sus libros considerados malos.
En el Concilio de Nicea (año 325) fueron condenados solemnemente los libros de Arrio, en el de Efeso (año 431) los de Nestorio; y así en siglos sucesivos.
b) Por lo demás, es fácil notar que ésta sea una de las facultades estrechamente inherentes a su magisterio espiritual. En efecto, no se puede negar que la lectura de un libro malo puede ser peligrosísima para la fe y las buenas costumbres. Son peligrosas, y lo demuestra, por desgracia, la experiencia cotidiana, los discursos malos, y mucho más los libros malos. Los discursos se pronuncian y pasan, y se pueden también olvidar; los libros permanecen; se pueden releer y tener siempre a mano. «Galeoto fue el libro y quien lo escribió», sentenció Dante contra la lectura de un libro malo (Infer., V, 137). ¡No se podía expresar mejor toda la mala eficacia de un libro perverso!
Ahora bien, pertenece a la Iglesia no solamente promover el bien espiritual de todos los fieles, sino también alejar el mal en todo aquello que puede atentar contra la conservación y la integridad de la fe y de las buenas costumbres; por otra parte, ella es en verdad la sola competente aun sin recurrir a la infalibilidad de su magisterio divino, para juzgar cuándo un libro es o no peligroso para el pueblo cristiano. Por tanto, puede la Iglesia, para el bien común de los fieles, prohibir los libros.
c) Por otra parte, sería extraño conceder esta facultad a la potestad laica y negarla a la Iglesia; reconocer legítima en la autoridad civil la potestad de censurar, por razones de orden público, libros y periódicos, con censura no solamente represiva, sino también preventiva; y después asombrarse si la Iglesia se sirve de este mismo poder para fines no menos importantes, ciertamente, y que se refieren a la colectividad de los fieles.
Aún más, la potestad civil va todavía más lejos: en momentos críticos para la nación, como en tiempo de guerra, ejerce este derecho supremo de inspección y represión no solamente con respecto a los libros y periódicos, sino también con respecto a los escritos particulares, con respecto a la correspondencia privada; cosa que la Iglesia no ha hecho jamás. Por consiguiente, nada tiene de excepcional, y mucho menos de tiránico, por parte de la Iglesia el prohibir, cuando lo cree oportuno, la lectura y la divulgación de algún libro.
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Penas.
A) La primera pena para quien lee libros prohibidos es que leyendo sin permiso un libro prohibido se comete un pecado mortal. La prohibición de los libros por parte de la Iglesia es una ley grave: grave en si misma, por la gravedad de los motivos por la que se establece; grave por voluntad de la Iglesia, que intenta obligar «sub gravi», bajo pena de pecado mortal. Es necesario, ciertamente, saber que el libro está prohibido para cometer el pecado mortal; es también necesario leerlo en notable cantidad; algún renglón, alguna página incluso, no bastan para constituir materia de pecado grave; mas de por sí la ley de los libros prohibidos obliga «sub gravi», es decir, bajo pena de pecado mortal.
B) ¿Se cae también en excomunión? Son hoy raros, rarísimos, los casos en que la Iglesia, a la prohibición de un libro, une la excomunión; y cuando lo hace, lo dice expresamente. En la generalidad de los casos, la excomunión no existe; se comete, sin embargo, pecado mortal.
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