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Sin
dios
Elvira
Lindo. El
País, 22-2-2006
Los que andamos
por la vida sin estar seguros de nada no encajamos en el mundo cerrado
de las ideologías. Eso nos hace estar solos, sin partido, sin fe,
sin camarilla, sin grupo de presión, sin lobby, sin dios, sin los
tuyos, sin los suyos, sin perrito que nos ladre, sin nadie, a la intemperie.
Esa soledad a la que te arroja la duda permanente hace que se tambaleen
hasta las pocas cosas que tienes claras. Esta semana, columnistas, diplomáticos
y expertos cargados de razones históricas y de una abrumadora documentación
escribieron sobre el mal gusto de las dichosas viñetas. Alguno llegó
a decir que tan temibles son los fanáticos de la libertad como los
fanáticos religiosos, alguno llegó a etiquetar a los que
manifestaron su defensa de los valores democráticos como arrogantes,
soberbios, derechistas, racistas y no se sabe cuántos adjetivos
más para anular al contrario. Pero no hay sólo un tipo de
contrario, ésa es la mentira. Entre los que han defendido estos
días la libertad de expresión los hay conservadores y ultraconservadores,
pero también progresistas, los hay ateos pero también creyentes,
los hay de su padre y de su madre. Da la impresión, además,
de que para reforzar los argumentos multiculturales los expertos siempre
han de remontarse al siglo XII y abrumar con datos, como si buscaran vencer
al contrario sepultándole bajo una avalancha confusa de sabiduría.
El efecto para un enfermo de dudas tras digerir esas densas piezas periodísticas
es: ¿será verdad que mi soberbia occidental no me deja ver
con claridad lo que debería ser un respeto obligado? Fue entonces
cuando apareció el sábado como un milagro de lucidez el discurso
que Ayaan Hirsi Ali, diputada holandesa de origen somalí, pronunció
en Berlín. Ella no habla de oídas, habla de lo que ha padecido,
de su vida amenazada, de lo que es ser mujer en un entorno en el que la
voluntad femenina (que también es libertad de expresión)
no vale nada, habla de la necesidad de defender esos derechos sagrados,
sí, sagrados, que un país europeo le ha concedido. Claro
que entendemos el difícil equilibrio del mundo, pero, díganme,
qué hacemos con esta mujer, con esta disidente de su propia religión,
qué hacemos con las mujeres firmemente decididas a apoyar a esas
otras que conviven con nosotros pero que están anuladas. ¿Hay
que remontarse al siglo XII para responder a esta pregunta?