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Debe de ser difícil ser juez. Entre otras cosas, porque un juez, como todo ser humano, tiene que poder irse a dormir cada noche sin problemas de conciencia. A raíz de la muerte del jurista Guillem Vidal, explicaba Francesc Peirón que el que fue durante diez años presidente del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya, "siempre discreto sobre asuntos profesionales, en una ocasión se sintió obligado a explicar un caso ajeno". "Necesitaba aligerarse de una carga. Sin perder la discreción - no dio el nombre ni el destino del afectado- sacó la cuestión de un juez, con un brillante historial, que había acudido a su despacho para explicarle que ya no sabía hacer sentencias: ´Escucho al abogado defensor y creo que el acusado es inocente, pero escucho al fiscal y lo tengo claro: es culpable´", le contó a Peirón.¡Ardua sentencia! Se trata de juzgar la transgresión - o no- de la ley, o quién tiene mayor o menor responsabilidad en un supuesto delito. ¿Dónde está la verdad de lo que sucedió? Porque la verdad de lo que va a suceder la establece precisamente la sentencia del juez, que es nada más y nada menos que palabra convertida en acto. Pero ¿cómo puede fundamentarse, al cien por cien, la culpabilidad del condenable o la no culpabilidad del absolvible? Además de los argumentos racionales, la subjetividad, las impresiones, si no el prejuicio, ¡ay!, también cuentan.
Con la razón nos lo podemos explicar todo. Y nos podemos engañar mucho. Esto ya lo sabían los sofistas, los filósofos anteriores a Sócrates, que eran grandes expertos en oratoria y en patinaje artístico con los silogismos. Al juez complejo le parece que, si argumentan bien sus puntos de vista, fiscal y defensor tienen razón simultáneamente. Y es posible que ambos la tengan, aunque sólo sea en parte. Entonces, ¿cómo discernir? El discernimiento, que es la mayor claridad mental deseable, viene a ser la facultad superior de la mente evolucionada. Pero esto es algo que no se enseña en ninguna universidad, como tampoco el ojo clínico de los médicos.
El problema que se le planteaba a aquel juez hiperescrupuloso, hipersensible al error humano, es un problema de primera magnitud. ¿No sentencian ya las Escrituras que "no juzguéis y no seréis juzgados"? Ante los problemas morales que plantea juzgar a un semejante, un juez con una empatía no totalmente endurecida por el oficio podría llegar a plantearse incluso la renuncia por objeción de conciencia. Es lo que le ocurre a Virata, el protagonista de Los ojos del hermano eterno, del gran Stefan Zweig [...].
En esta leyenda, Virata, es el mejor guerrero de Rajputa. Un día se ve iluminado súbitamente por los ojos abiertos del cadáver de su propio hermano, al que ha dado muerte de modo involuntario. Así que decide arrojar su espada y renunciar a la milicia, ya que "la violencia es enemiga del derecho". Y se hace juez. Durante siete años es el magistrado mayor del reino, hasta que un condenado le espeta: "¿Cómo puedes saber lo que es mentira y lo que es verdad, cuando tu saber sólo se fía de la palabra de los humanos?"
El juez Virata aprende que toda justicia humana es sólo aproximativa. Pero la moraleja de Zweig es clara: es preferible la acción, aun a riesgo de error, que la inacción. No hay escapatoria: incluso el no hacer es también hacer.