Grup d'educació
 Juicios justos  > Índice de textos sobre juicios justos

La lucha contra la arbitrariedad jurídica
José Antonio Marina y María de la Válgoma

La lucha por la dignidad. IX La lucha contra la arbitrariedad jurídica. Anagrama. Barcelona, 2000
La prueba es un mecanismo por el cual se llega a establecer la verdad de una afirmación, de un derecho o de un hecho. El ser humano ha apelado a procedimientos variados y a veces extravagantes para averiguar quién es el responsable. Fue Weber quien distinguió entre pruebas irracionales, mágicas, trascendentes, y pruebas racionales. Aquéllas se basan en la potencia del mundo invisible. Estas se obtienen mediante una demostración argumentada. La Humanidad pasó de la magia a la ciencia, buscando mayor seguridad y firmeza en el conocimiento, y, por un proceso semejante, desde las pruebas irracionales a las racionales, buscando una mayor seguridad en la acción judicial.

Las pruebas mágicas han existido en todas las culturas y en todos los tiempos. Las principales son la adivinación, el duelo, el juramento y la ordalía.

En la adivinación, el sospechoso o el acusado no intervienen. Asienten, con susto o con alivio, a las artimañas del adivinador. Una técnica es "la interrogación del cadáver". Se observa cómo caminan los que le transportan al cementerio. Cualquier signo que sólo el brujo sabe discernir e interpretar descubrirá al culpable. También se utiliza un animal. Por ejemplo, se pone ante una tela de araña, e identifica cada hilo con un miembro de la tribu. Espera a que la araña se desperece. El culpable es aquel por cuyo hilo comienza a andar el bicho.

El duelo también fue una forma de descubrir quién tiene razón, sobre todo en Europa. Las potencias celestiales, Dios o sus ángeles, estarían de parte del inocente. Sin embargo, la Iglesia nunca lo aprobó y en el año 867 el papa Nicolás I lo condenará formalmente.

El juramento se sacralizó en el ámbito judicial. También apelaba a poderes invisibles que se encargarían, si era necesario, de hacer resplandecer la verdad o de castigar al perjuro. La leyenda del toledano Cristo de la Vega, narrada por José de Zorrilla, en la que una mano del crucificado se desprende de la cruz para atestiguar en favor de la mujer engañada, es un bello ejemplo literario de lo que estamos contando. Las ordalías solían estar relacionadas con el juramento. Eran unas situaciones a las que se sometía el acusado para demostrar que había dicho la verdad, que permanecía puro después del juramento, y Dios le protegía en el trance.

Es un procedimiento que se encuentra en todas las culturas primitivas, entre los hindúes, los griegos, en el África actual. Se trata de pruebas dramáticas, a las que ninguno de nosotros quisiéramos tener que someternos. En la ordalía del agua hirviendo, el acusado debía introducir la mano en la olla para coger del fondo un anillo. La mano se metía después en un saco de cuero sellado por los jueces. Al tercer día se descubría la herida, y si tenía mal aspecto, el acusado era considerado impuro y, por lo tanto, mentiroso. La ordalía del hierro candente consistía en llevar en la mano, mientras se daban nueve pasos, un hierro al rojo. La del veneno, todavía usada en África, consistía en ingerir una pócima, normalmente no muy peligrosa, y observar los síntomas.
La razón se impuso con dificultad, porque suponía derrocar creencias muy arraigadas. Acabaron por triunfar otro tipo de pruebas. Ya en el Código de Hammurapi se prestigia sobre todo el testimonio. Los testigos son necesarios para suscribir un contrato o para los préstamos. Garantizan que lo que se ha dicho que sucedió, sucedió. "Si un mercader ha prestado grano o plata con interés, sin testigos ni contrato, perderá cuanto prestó." Si alguien quiere justificar la propiedad sobre algo que le han robado, debe aducir: "Me la vendió un vendedor, y la compré en presencia de testigos."

Pero la racionalidad tarda en establecerse. Los testigos eran necesarios, pero no todas las personas podían ser testigos. En la mayoría de las culturas primitivas se considera que la mujer no está capacitada para testificar. No es de fiar. En el derecho hebreo el testimonio está minuciosamente reglamentado. Se excluye a los interesados, parientes, mujeres, menores, locos, sordos, mudos y esclavos.

Pero las dos pruebas racionales definitivas eran el delito flagrante y la confesión. Y esta pureza de la prueba va a provocar uno de los derrapes más terribles en la búsqueda de la seguridad procesal.

[...]

La aspiración máxima del juez es un reo "convicto y confeso". Eso le permite satisfacer sus ansias de justicia, o, al menos, de perfección legal.

Pero, por desgracia, el acusado muchas veces se empecina en no confesar. Ya sabe usted que en las legislaciones modernas se le reconoce el derecho de no decir nada que pueda perjudicarlo. ¿Qué podía hacer entonces el juez que, convencido de que el acusado era culpable, no tenía su confesión? Su conciencia le impedía dictar una sentencia coja. Pero también le prohibía soltar al presunto culpable que él no consideraba nada presunto. La única solución era conseguir como fuera la confesión. Y ese "como fuera" podía ser terrible. Paradójicamente, por uno de esos sueños de la razón que producen monstruos, la tortura entró en el sistema judicial para asegurar la justicia de la sentencia.