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A sus setenta años, Sócrates se precipitó en el ojo del huracán. Tres atenienses (el poeta Meleto, el político Ánito y el orador Licón) decidieron que era un hombre extraño y malvado. Proclamaban que no veneraba a los dioses de la ciudad, que había corrompido el tejido social de Atenas y que había vuelto a los jóvenes en contra de sus padres. Creían justo obligarle a guardar silencio y tal vez incluso matarle.La ciudad de Atenas había establecido procedimientos para discernir lo correcto y lo incorrecto. En el lado sur del ágora se alzaba el Tribunal de los Heliastas, un gran edificio con estrados de madera para el jurado en un extremo y en el otro una tribuna para la acusación y para el acusado. Los juicios comenzaban con un discurso a cargo de la acusación, seguido de un alegato de la defensa. Luego, un jurado, que oscilaba entre los doscientos y los dos mil quinientos miembros, indicaba en qué lado recaía la verdad, mediante una votación con papeletas o a mano alzada. Este método, consistente en distinguir lo correcto y lo incorrecto contando el número de personas a favor de una propuesta, estaba al orden del día en la vida política y jurídica ateniense.
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Los jurados de las tribunas del Tribunal de los Heliastas no eran expertos. Incluían una insólita representación de ancianos y lisiados de guerra que veían en el trabajo de jurado una cómoda fuente de ingresos adicionales. El salario era de tres óbolos diarios, inferior al de un trabajador manual, pero no dejaba de ser un aliciente si, a eso de los sesenta y tres años, uno andaba aburrido en casa. Los únicos requisitos eran la ciudadanía, estar en su sano juicio y no tener deudas, si bien la cordura no se calibraba según los parámetros socráticos, sino que se traducía en la capacidad de andar en línea recta y pronunciar tu nombre si te lo preguntaban. Los miembros del jurado, entre los que no faltaban los que se dormían durante los juicios, rara vez tenían experiencia de casos similares o conocimiento de leyes relevantes y no recibían orientación alguna sobre el modo de alcanzar un veredicto.
Los propios integrantes del jurado de Sócrates habían llegado con encendidos prejuicios, influidos por la caricatura socrática que hiciera Aristófanes, y convencidos de que el filósofo era corresponsable de los desastres acaecidos a finales del siglo a la antaño poderosa ciudad.
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¿A qué se debía que Atenas hubiese caído en desgracia de manera tan espectacular? ¿Cómo explicar que la más grande ciudad de la Hélade, que setenta y cinco años antes había derrotado a los persas en tierra en Platea y en el mar en Micala, se hubiese visto forzada a soportar humillaciones en cadena? El hombre del sucio manto, que deambulaba por las calles preguntando obviedades, parecía constituir una explicación sumamente defectuosa, por muy a mano que estuviese.
Sócrates comprendió que no tenía ninguna posibilidad. Carecía incluso de tiempo para presentar debidamente sus argumentos. Los acusados sólo disponían de unos minutos para dirigirse al jurado, hasta que el agua pasase de una jarra a otra en el reloj del tribunal:
Yo estoy persuadido de que no hago daño a ningún hombre voluntariamente, pero no consigo convenceros a vosotros de ello, porque hemos dialogado durante poco tiempo. Puesto que, si tuvierais una ley, como la tienen otros hombres, que ordenara no decidir sobre una pena de muerte en un solo día, sino en muchos, os convenceríais. Pero, ahora, en poco tiempo no es fácil liberarse de grandes calumnias.
La sala de un tribunal ateniense no era un foro para el descubrimiento de la verdad. Se trataba de un rápido encuentro con una serie de viejos y tullidos que no habían sometido sus creencias al tribunal de la razón y aguardaban a que el agua fluyese de una jarra a la otra.
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No se equivocaba. Cuando el magistrado solicitó un segundo y definitivo veredicto, trescientos sesenta miembros del jurado votaron a favor de la condena a muerte del filósofo. Los jurados regresaron a sus casas; el condenado fue escoltado hasta la prisión.