Globalización | > otros textos |
Hasta sólo unos pocos años antes de su asesinato en 1988, Chico Mendes, el brasileño conocido internacionalmente por la batalla que libró contra la deforestación amazónica, se consideraba a sí mismo exclusivamente un activista defensor de la justicia social. Su principal objetivo era proteger el derecho de sus compañeros recolectores de caucho a ganarse el sustento gracias al bosque. Sin embargo, en 1985, Mendes conoció el movimiento ecologista y se dio cuenta de que la lucha internacional para salvar la selva tropical y su lucha local para ayudar a sus habitantes venían a ser casi lo mismo. Esa idea reside en el corazón de su legado: él mostró que las cuestiones relativas a los derechos humanos y las del medio ambiente están inextricablemente unidas. Y la Reserva Extractiva Chico Mendes, una extensión de casi un millón de hectáreas de selva tropical protegida, permanece como testimonio de lo que puede llegar a conseguirse cuando los activistas defensores de los derechos humanos y los ecologistas reconocen todo lo que tienen en común y se unen.El asesinato de Mendes, planeado por un ganadero sediento de tierra, fue más que nada un acto criminal y una tragedia personal, pero apuntó también a un modelo mucho más grave de abuso de los derechos humanos. Un informe de Amnistía Internacional revelaba que en el Brasil rural de los años 80 hubo más de mil asesinatos relacionados con la tierra y menos de diez condenas. Los defensores de la ley no hicieron prácticamente ningún esfuerzo para proteger las libertades civiles básicas, como el derecho a expresarse en público y a organizar protestas, porque compartían la opinión de los ganaderos de que cualquiera que se opusiese a la tala y quema de la selva tropical no representaba mas que un obstáculo al progreso. Por consiguiente, las injusticias amparadas por la ley que destapó Amnistía Internacional estaban destinadas a reforzar otras injusticias de desarrollo rural que tenían todavía mayor envergadura: los abusos de los derechos humanos perpetrados contra toda la comunidad de moradores del bosque.
En 1970, en Acre, estado donde nació Mendes, tres cuartas partes de las tierras eran de propiedad pública, en teoría sin reclamar ni explotar. Para 1980, casi todas habían sido adquiridas, y casi la mitad se concentraba en manos de sólo diez personas. Al repartir enormes incentivos financieros entre ganaderos y especuladores interesados en el desarrollo del Amazonas, el gobierno brasileño obligó a los habitantes dispersos de la selva tropical a pagar el precio de la deforestación, que incluye desde la contaminación atmosférica hasta la propagación de enfermedades, inundaciones y erosión del suelo, al tiempo que unos pocos terratenientes ricos se llevaban la mayor parte de los beneficios.
La degradación medioambiental, incluso en zonas que parecen remotas, acarrea a menudo un alto coste humano. Y, como señaló Mendes, con frecuencia el coste lo soportan desproporcionadamente aquéllos que son menos capaces de hacerle frente: los que se encuentran ya en los márgenes de la sociedad. Gracias a Mendes, los activistas de Amnistía Internacional en el Brasil rural se dieron cuenta de que necesitaban la ayuda del movimiento ecologista, porque muchos de los abusos de los derechos humanos que estaban documentando los provocaba la presión para talar y quemar la selva tropical. Asimismo, los ecologistas que trabajaban en el Amazonas aprendieron de Mendes que una de las mejores formas de prevenir la deforestación era utilizar el marco de los derechos humanos, reformar el sistema de aplicación de la ley y ayudar a la población a organizar protestas para defender su salud y sus medios de vida.
El tipo de cuestiones que unen las agendas medioambientales y las de los derechos humanos, incluyendo en gran parte el problema de la distribución injusta de los costes del daño ecológico y del acceso desigual a los beneficios ecológicos, se consideran a menudo injusticias ecológicas. Aunque en algunos casos resultan difíciles de cuantificar o incluso documentar, dado que suelen estar relacionadas con actividades ilegales, las injusticias ecológicas surgen en todos los estratos de la sociedad, afectando a individuos, a comunidades y a países enteros. Los ataques contra ecologistas de base, que abarcan desde la destrucción con bombas de las oficinas del servicio forestal al oeste de los Estados Unidos hasta la ejecución legal de activistas en Nigeria, en ocasiones son noticias de primera plana. Pero la mayor parte del sufrimiento que esos activistas intentan evitar todavía pasa en gran medida desapercibido.
Cada año, proyectos de construcción de carreteras y presas desplazan a más de diez millones de personas de sus hogares, y los países industrializados exportan millones de toneladas de residuos peligrosos a sus vecinos más pobres. Un reciente proyecto de construcción de una presa en el valle Narmada de la India ha provocado el reasentamiento de miles de pobladores tribales, y las operaciones de extracción de oro han envenenado el agua potable en varias de las tierras originarias de la Sudáfrica negra. Otros innumerables proyectos subvencionados por gobiernos o empresas amenazan otras comunidades de todo el mundo.
En el caso del Amazonas brasileño, la decisión del gobierno de reservar una parte de la selva tropical para uso de los caucheros ha contribuido a proteger sus derechos humanos y ha fomentado prácticas de desarrollo sostenible. El ecosistema forestal virgen puede mantener a una población considerable de caucheros altamente productivos, que están deseando controlarlo y mantenerlo intacto para poder así seguir ganándose la vida recogiendo nueces y extrayendo látex de los árboles del caucho. Pero cada caso de abuso del derecho humano a vivir en un entorno saludable requerirá una solución distinta. Durante varias campañas locales, los activistas que luchan por lo que ellos llaman justicia ecológica han intentando definir su objetivo explicando que la protección contra la contaminación y el acceso a los recursos naturales deberían estar equiparados, en vez de reservados para aquéllos que pueden permitirse vivir en las comunidades periféricas más seguras o comprar mayores extensiones de selva tropical. No obstante, en la práctica el término "igualdad" es tan vago como el de justicia. La clave para trabajar en pro de la justicia ecológica, por tanto, puede consistir en asegurarse de que los poderosos no puedan monopolizar el derecho a determinar lo que aquélla significa.
Como bien saben los defensores de los derechos humanos, la mejor manera de hacer responsables a quienes ejercen el poder consiste en proteger las libertades civiles y políticas básicas, a saber: libertad de expresión, libertad de prensa que proporcione el acceso a la información, elecciones justas y libertad de asociación. De hecho, los peores casos de daños al medio ambiente localizados ocurren a menudo en países con regímenes autoritarios y represivos, porque las comunidades afectadas no tienen ningún medio de organizar protestas. Por ejemplo, el hecho de que la protección medioambiental fuese tan difícil en la antigua Unión Soviética se debía a que los ciudadanos afectados no podían crear coaliciones, o dar a conocer los errores del gobierno en los medios de comunicación, o derrotar en las elecciones a políticos cuya labor dejaba mucho que desear. Aunque para frenar el daño ecológico serán necesarias importantes reformas medioambientales, garantizar la puesta en práctica de dichas reformas dependerá en última instancia de la protección global de los derechos humanos básicos, especialmente los de las personas más vulnerables de la sociedad.
Afortunadamente, los movimientos de defensa de los derechos humanos y del medio ambiente tienen importantes temas de interés mutuo a partir de los cuales se pueden crear mayores lazos de unión. En concreto, ambos se han venido centrando tradicionalmente en ampliar el acceso a la información y en defender el derecho de las comunidades a participar en las decisiones que probablemente van a afectar a su bienestar. Los dos movimientos conjuntamente bien podrían influir lo suficiente como para llevar este enfoque a las políticas estándar de desarrollo. Si hubiese nuevos proyectos que fomentaran la plena participación -basada en una buena información- de las poblaciones locales, los gobiernos no podrían continuar tratándoles a ellos -o a sus entornos- como de usar y tirar. Y si no hubiese personas o entornos prescindibles, el desarrollo tendría que ser sostenible. Las campañas de justicia ecológica no sólo están intentando repartir los costes del daño medioambiental de forma más equitativa, sino que intentan además reducirlo.