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Un día después de su liberación, el 6 de mayo de 1945, los pocos supervivientes espaņoles del campo de concentración de Mauthausen (Austria) comenzaron a clasificar su terrible experiencia. Es importante clasificar. Lo demuestra el volumen Libro memorial. Espaņoles deportados a los campos nazis (1940-1945), obra de los historiadores Benito Bermejo y Sandra Checa editada por el Ministerio de Cultura en un tiempo incómodo para los promotores de las grandes amnesias. Clasificar aquel 6 de mayo de 1945 significaba registrar los nombres de los 7.200 compaņeros deportados a Mauthausen, de los cuales murieron 5.000. La mayoría pereció allí, pero no fue el único campo de exterminio donde cerca de 9.000 espaņoles experimentaron en carne propia el horror del nazismo.
Dachau, Buchenwald, Neuengamme y Sachsenhausen son nombres asociados a lo peor de la condición humana. Otro nombre es Gusen, un ramal de Mauthausen. No figura como Auschwitz o Treblinka entre los más tristemente conocidos, aquellos que la memoria asocia con prisioneros famélicos, torturados, privados de lo más básico de la dignidad humana. Gusen estaba situado a sólo cinco kilómetros de Mauthausen, y generalmente era el destino final de los prisioneros. Era la muerte. Allí murieron casi todos los deportados espaņoles tras la Guerra Civil y la conquista de Francia por parte del ejército nazi. De alguna manera, su suerte fue peor que la de los judíos. Unos pudieron exigir cuentas a la historia. Otros, no. Durante los 40 aņos de dictadura franquista, los nombres de los deportados pertenecían al escalón más bajo del género humano: los no existentes.
El final del nazismo no sirvió para rescatar la memoria de las 9.000 víctimas espaņolas en el cautiverio. En Espaņa figuraban como rojos, separatistas o anarquistas. Perdedores, siempre perdedores, incluso para sus familias. No se atrevían a hablar de ellos, o se les daba por desaparecidos, muchos con una vida imaginada por sus parientes: casados imaginarios en otro país, con hijos imaginarios, trabajos imaginarios. La verdad era otra. Casi todos habían muerto en los campos alemanes.
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El libro resulta estremecedor por su frialdad. Así son los 8.700 registros: un nombre, un lugar de nacimiento, el número de prisionero, la fecha de la deportación, el campo de cautiverio, el número de la primera matrícula de ingreso, los traslados con sus correspondientes matrículas y las tres iniciales de su destino, F (Fallecido) L (Liberado) y E (Evadido). No hay adjetivos, ni historias personales, ningún relato. No hay lugar para contar el miedo, el hambre, las enfermedades, la desesperación y la muerte. No hay nada. Sólo esas acotaciones que sirven para dar seņal de la vida de las personas. Y, sin embargo, por eso mismo, las frías letras, los números y las iniciales resultan más terribles que cualquier narración del horror.
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La dramática peripecia de los prisioneros espaņoles comienza con la derrota en la Guerra Civil. "Pierden todos, porque se pueden observar todo tipo de adscripciones políticas. Casi todos fueron deportados desde Francia, tras la llegada del ejército alemán hasta la frontera con Espaņa. En el primer aņo la práctica totalidad de los prisioneros corresponde a espaņoles que figuraban como tropas auxiliares del ejército francés. Mauthausen fue el destino casi general.
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En Mauthausen, "murieron el 80% de los prisioneros ingresados en el aņo 1940", cifra que explica las condiciones en las que vivían. Eran puros campos de exterminio donde el hombre valía hasta donde llegaban sus fuerzas para trabajar, "luego morían o eran gaseados".
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