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El policía suizo que se negó a cerrar las fronteras a los refugiados judíos durante el nazismo
Guillermo Altares
. El País, 08/12/2021 (fragmentos)

Cuando el mundo se despertó del horror del nazismo y comprendió la dimensión del Holocausto, el asesinato organizado de seis millones de seres humanos, una pregunta se convirtió en inevitable: ¿cómo es posible que cientos de miles de personas, ciudadanos ejemplares en muchos casos, participasen en un crimen tan descomunal? Pero, junto a esa pregunta, surgió una cuestión quizás más importante para lograr comprender la responsabilidad individual ante crímenes de masas: la posibilidad de decir no, negarse a participar, jugarse la vida o la carrera, el prestigio social, por ayudar a las víctimas en contra de la actuación de la mayoría.

El periodista Eyal Press en su libro Beautiful Souls (“Almas bellas”, Farrar, Strauss and Giroux) y la historiadora Eva Fogelman en Conscience & Courage (“Conciencia y valor”, Anchor Books) relatan las vidas de personas que ayudaron a judíos durante el Holocausto o, en el caso del ensayo de Press, también en otros momentos de horror colectivo, como las guerras que destruyeron la antigua Yugoslavia.

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De todas aquellas historias, Eyal Press destaca una cuyos ecos llegan hasta nuestros días, la del policía de fronteras suizo Paul Grüninger. Se tiende a olvidar un hecho fundamental que facilitó la persecución antisemita en Alemania: los países aliados cerraron sus puertas a los refugiados judíos cuando todavía podían salir, pese a que sabían lo que estaba ocurriendo. La conferencia de Evian, en el verano de 1938, se alza como uno de los momentos más vergonzosos de las democracias occidentales antes de la Segunda Guerra Mundial.

Treinta y dos naciones se reunieron para hacer frente a la crisis de refugiados provocada por la intensificación de la persecución antisemita en Alemania, donde vivían 600.000 judíos. La conferencia fue un fracaso. Jaim Weizmann, judío ruso y líder sionista que acabaría por convertirse en el primer presidente de Israel, resumió el encuentro con una frase: “El mundo parece estar dividido en dos partes: una donde los judíos no pueden vivir y la otra donde no pueden entrar”.

Sin embargo, Paul Grüninger (1891-1972), comandante de la policía en el sector de St. Gallen, en el noreste de Suiza, se negó a acatar la orden de cerrar la frontera a los refugiados judíos que llegaban desde Austria, anexionada en marzo de 1938 por el régimen nazi, y dejó pasar a todos los que pudo. Tras ser descubierto en 1939 fue expulsado de la policía, se le prohibió volver a trabajar para la administración pública y no volvió a tener un empleo estable, ni una pensión. Incluso se le acusó de haber dejado pasar a refugiados aceptando sobornos, a lo que él respondió que cómo iban a pagarle personas que no tenían absolutamente nada.
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Grüninger pertenece a la categoría de funcionarios que decidieron ayudar a personas en situaciones desesperadas, como el español Ángel Sanz Briz, que ayudó a escapar a 5.000 judíos en Budapest; el portugués Aristides de Sosa Méndez, que hizo lo mismo en Burdeos, o el japonés Chiune Sugihara, que expidió hasta 50.000 visados salvadores en Kaunas (Lituania). Los cuatro -y muchos otros- desobedecieron las órdenes de sus gobiernos, se jugaron sus carreras, incluso sus vidas.

Aquel policía suizo no era un rebelde, de hecho, era un conservador de familia conservadora. Eyal Press viajó a Suiza para entrevistar a su hija y tratar de entender por qué un individuo de orden se negó a acatar las instrucciones que había recibido. Un motivo fue su lealtad a los principios sobre los que creía que se fundaba su país, una vieja tradición de acoger a los refugiados. El otro, y más importante, es que nunca delegó, siempre se ocupó personalmente de recibir a los que llegaban en condiciones lamentables. “No hizo nada para separarse de la gente”, explicó su hija. Cuando conoció sus historias, cuando vio su desesperación, sabiendo aquello de lo que huían, simplemente les dejó pasar.

“Durante la Segunda Guerra Mundial, hubo gente como Grüninger”, escribe Eyal Press, “personas corrientes que asumieron enormes riesgos no porque abrazasen grandes causas, sino porque estuvieron en una posición para ayudar a alguien y lo hicieron. Y lo hicieron una y otra vez, hasta que lo que parecía impensable se convirtió en una rutina, la misma rutina con la que sus pares aplicaron la ley”.

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