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Mientras los jerarcas del Vaticano guardaron un silencio cómplice ante el Holocausto, cientos de sacerdotes y monjas arriesgaron sus vidas para salvar las de miles de judíosEn esta vida son demasiadas las ocasiones en las que las bases se ven obligadas a cubrir las carencias de las élites. Durante la Segunda Guerra Mundial esta tendencia tuvo como protagonista a la iglesia católica. Mientras su jerarquía se alineó en gran medida con el régimen nazi, sacerdotes, frailes y monjas se jugaron sus vidas para ayudar a los judíos en su huida de la represión del Tercer Reich o colaboraron abiertamente con la resistencia.
Dos ejemplos pueden ser esclarecedores de la teoría mantenida en el párrafo anterior. Por una parte nos encontramos con el papel del Papa Pío XII y, por otro, con la labor realizada por una red de asilo clandestina que desde la ciudad de Asís, cuna de San Francisco, salvó la vida a centenares de refugiados hebreos que trataban de evitar la muerte segura que constituía el traslado a los campos de concentración.
La postura del Vaticano frente al genocidio de millones de judíos, homosexuales, discapacitados, deficientes o gitanos se caracterizó por su escasa contundencia, por una medida ambigüedad y una cohabitación cómplice con la solución final diseñada por Adolf Hitler. En definitiva, por un vergonzoso silencio.
La figura de Pío XII, el Papa que dirigió la iglesia católica durante la mayor contienda bélica de la historia de la humanidad, fue siempre, cuanto menos, cuestionable. Sin embargo, el poder del cristianismo impidió durante años una revisión crítica de su mandato, sobre todo en España, donde el franquismo se desarrolló bajo palio. Pese a ello, últimamente son cada vez más los historiadores críticos con el Pontífice que portó el báculo desde 1939 hasta 1958.
El Papa número 260, cuyo nombre real era Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli, ya se había declarado abiertamente antisemita antes de que el führer emprendiera su delirio criminal, según documentos desvelados recientemente. Este sentimiento de antipatía pudo haber nacido en 1917, según creen algunos investigadores, durante su estancia en Múnich como nuncio apostólico de Baviera. Entonces recorrió todo Alemania y fue testigo de una revuelta bolchevique que, según los escritos que remitió a Roma, atribuyó al pueblo hebreo.
Concordato con el Tercer Reich
Algunos años más tarde, ya en 1933, firmó un concordato con Adolf Hitler, recién llegado al poder. El acuerdo convirtió a los judíos en grandes damnificados, después de que el catolicismo oficial diera una bendición pública al nacionalsocialismo, incluida la posición antisemita.
Nunca hubo una queja del nuncio, ni incluso intercedió por los hebreos convertidos al culto de San Pedro. Para él, era una cuestión de política interna de los germanos. De hecho, las protestas de algunos cardenales y obispos teutones fueron acalladas y Pacelli aceptó también la prohibición a los religiosos católicos de toda actividad distinta de la pastoral.
El entonces Papa, el anciano Pío XI, tampoco hizo nada para evitar el genocidio que se avecinaba. Sólo en 1938, cuando ya agonizaba, encargó la redacción de una encíclica dedicada al antisemitismo. El texto nunca llegó a publicarse, frenado, según se sospecha, por Pacelli, que poco más tarde fue elegido nuevo soberano de la Ciudad del Vaticano.
De cualquier manera, el documento era poco crítico con los nazis y aseguraba que los hebreos eran los responsables de su destino. «Ellos desoyeron a Dios y mataron a Cristo». Además, la ceguera de su fiebre material merecía «la ruina material y espiritual», rezaba la encíclica abortada, según las teorías del historiador Martin Gilbert plasmadas en su obra 'El Papa de Hitler'.
Al parecer, ya a finales de 1941 Pío XII era conocedor de las deportaciones de judíos a los campos de concentración. Unos meses más tarde fue informado de los planes de exterminación y a finales de ese año británicos, franceses y estadounidenses asimismo le alertaron sobre los planes de la solución final. Además, representantes de organizaciones hebreas reunidas en Suiza le hicieron llegar un memorándum informándole. Incluso el presidente norteamericano, Franklin Delano Roosevelt, pidió una declaración de condena. Pacelli siempre se negó.
Sólo cuando los nazis comenzaron a perder la guerra, tras el fracaso de la invasión de la Unión Soviética, cambió su postura y, tímidamente, el Pontífice se acordó de «aquellos cientos de miles que, sin culpa propia, a veces sólo por su nacionalidad o raza, reciben la marca de la muerte o la extinción gradual». Fue su denuncia más firme hasta que, tras la liberación de Roma y con grandes dosis de hipocresía, condenó el «fanatismo antisemita» a modo de exculpación.
Huir del Holocausto
En el lado opuesto a la desidia cínica de Pío XII nos topamos con los escalafones más bajos de la iglesia católica, que hicieron todo lo posible para preservar a los judíos que intentaban eludir el Holocausto. Fueron muchos los casos de religiosos que jugaron un papel primordial a la hora de salvar la vida de hebreos. Como ejemplo de su entrega, basta con relatar la historia de la conocida como red de Asís, que durante la ocupación nazi de Italia se valió de los edificios religiosos de la ciudad que vio nacer a San Francisco para ocultar a los judíos en su camino hacia un país seguro al que no hubieran llegado las tropas de la Wehrmacht.
Bajo la dirección del padre franciscano Rufino Niccacci, y por encargo del obispo monseñor Giuseppe Plácido Nicolini, se habilitaron más de veintiséis hogares de acogida en monasterios y conventos, se diseñaron rutas de evasión, se crearon organizaciones para falsificar documentos y dotar de falsas identidades a los perseguidos, se trasladó a los clandestinos y se rescataron a niños sólo con el amparo de su extraordinario coraje y sus valores humanos.
El comportamiento ejemplar de los franciscanos y de las monjas clarisas de Asís, que incluso acogieron a judíos en sus clausuras, permitió que varios centenares de perseguidos pudieran escapar del yugo alemán. Para ello fue también fundamental el esfuerzo heroico y valeroso de los habitantes de la ciudad italiana, que en ningún momento dudaron en posicionarse a favor de los refugiados.
El dinámico y mundano padre Rufino, guardián de San Damián, y su compañero de orden Aldo Brunacci, secretario de la diócesis, consiguieron que, ante la inminente llegada a la ciudad de las tropas nazis en su retirada tras la caída de Benito Mussolini y el empuje de los aliados, familias enteras de hebreos italianos, cuya muerte hubiera sido segura en manos germanas, pudieran ocultarse y pasar desapercibidas.
El fraternal entente logrado entre católicos y judíos en la red Asís alcanzó tal simbiosis y tolerancia que las órdenes cristianas no sólo respetaron las creencias hebreas, sino que incluso llegaron a facilitar a los judíos medios para que practicaran su culto en aquellas circunstancias extremas. Incluso, tras el ayuno, celebraban el Yom Kippur con comida preparada por las monjas. Todo un ejemplo de valores interconfesionales.
Esta historia, recogida fielmente por la novela 'Los clandestinos de Asís', de Alexander Ramati, y en la película homónima de 1985 dirigida por el propio escritor polaco, tuvo también como protagonista al coronel Müller que, en su condición de ferviente católico, estuvo siempre interesado en las cuestiones franciscanas y sufrió mucho por las circunstancias que rodearon aquellos hechos. Su sentimiento cristiano no sólo frenó las ansias de venganza de su lugarteniente, el cruel capitán Von Velden, sino que incluso impidió que a su marcha los teutones destruyeran los principales edificios históricos de Asís. «Coronel, ¿es usted alemán o católico?», pregunta a Müller su colaborador en un pasaje de la película. «Ambas cosas», responde el coronel. Es un ejemplo claro de la encrucijada en la que se encontraba el nazi. Tenía que elegir entre su obligación como militar y su fe.
La colaboración Müller-Niccacci posibilitó que la ayuda prestada por la iglesia y la población de Asís pudiera plasmarse en la salvación de numerosas vidas en septiembre de 1943. Aquel esfuerzo heroico y bondadoso minimizó el exterminio judío en la península itálica.
Tras la guerra, el padre Rufino estableció un asentamiento en el que convivían cristianos y judíos que huyeron de Montenegro por la opresión nazi, en primer término, y la soviética, a continuación. Falleció en 1977 tras ocupar durante sus últimos años la parroquia de Deruta. En 1974 había sido nombrado 'Justo entre las Naciones', distinción que concede el Museo Memorial del Holocausto Yad Vashern de Israel. Por su parte, el coronel Müller regresó a Asís años más tarde, en compañía de su familia. Siempre se manifestó enamorado de la ciudad.
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