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Las mujeres (1819)
Arthur Schopenhauer (1788-1860)

El amor las mujeres y la muerte. Traducción de A. López White
www.schopenhauer-web.org (2008)
Sólo el aspecto de la mujer revela que no está destinada ni a los grandes trabajos de la inteligencia ni a los grandes trabajos materiales. Paga su deuda a la vida, no con la acción, sino con el sufrimiento, los dolores del parto, los inquietos cuidados de la infancia; tiene que obedecer al hombre, ser una compañera pacienzuda que le serene. No está hecha para los grandes esfuerzos ni para las penas o los placeres excesivos. Su vida puede transcurrir más silenciosa, más insignificante y más dulce que la del hombre, sin ser por naturaleza mejor ni peor que éste.

Lo que hace a las mujeres particularmente aptas para cuidarnos y educarnos en la primera infancia, es que ellas mismas continúan siendo pueriles, fútiles y limitadas de inteligencia. Permanecen toda su vida niños grandes, una especie de intermedio entre el niño y el hombre. Si observamos a una mujer loquear todo el día con un niño, bailando y cantando con él, imaginemos lo que con la mejor voluntad del mundo haría en su lugar un hombre.

[...]

Cuanto más noble y acabada es una cosa, más lento y tardo desarrollo tiene. La razón y la inteligencia del hombre no llegan a su auge hasta la edad de veintiocho años; por el contrario, en la mujer la madurez de espíritu llega a la de diez y ocho.

Por eso tiene siempre un juicio de diez y ocho años, medido muy estrictamente, y por eso las mujeres son toda su vida verdaderos niños.

No ven más que lo que tienen delante de los ojos, se fijan sólo en lo presente, toman las apariencias por la realidad y prefieren las fruslerías a las cosas más importantes. Lo que distingue al hombre del animal es la razón. Confinado en el presente, se vuelve hacia el pasado y sueña con el porvenir; de aquí su prudencia, sus cuidados, sus frecuentes aprensiones.

La débil razón de la mujer no participa de esas ventajas ni de esos inconvenientes. Padece miopía intelectual que, por una especie de intuición, le permite ver de un modo penetrante las cosas próximas; pero su horizonte es muy pequeño y se le escapan las cosas lejanas. De ahí viene el que todo cuanto no es inmediato, o sea lo pasado y lo venidero, obre más débilmente sobre la mujer que sobre nosotros. De ahí también esa frecuente inclinación a la prodigalidad, que a veces confina con la demencia.

[...]

El disimulo es innato en la mujer, lo mismo en la más aguda que en la más torpe. Es en ella tan natural su uso en todas ocasiones, como en un animal atacado el defenderse al punto con sus armas naturales. Obrando así, tiene hasta cierto punto conciencia de sus derechos, lo cual hace que sea casi imposible encontrar una mujer absolutamente verídica y sincera.

Por eso precisamente es por lo que con tanta facilidad comprende el disimulo ajeno, y por lo que, no es fácil usarlo con ella.

De este defecto fundamental y de sus consecuencias nacen la falsía, la infidelidad, la traición, la ingratitud, etc. Las mujeres perjuran ante los tribunales con mucha más frecuencia que los hombres, y sería cuestión de saber si debe admitírselas a prestar juramento.

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Preciso ha sido que el entendimiento del hombre se obscureciese por el amor para llamar bello a ese sexo de corta estatura, estrechos hombros, anchas caderas y piernas cortas. Toda su belleza reside en el instinto del amor que nos empuja a ellas. En vez de llamarle bello, hubiera sido más justo llamarle inestético.

Las mujeres no tienen el sentimiento ni la inteligencia de la música, así como tampoco de la poesía y las artes plásticas. En ellas todo es pura imitación, puro pretexto, pura afectación explotada por su deseo de agradar.

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Excepciones aisladas y parciales no cambian las cosas en nada: tomadas en conjunto, las mujeres son y serán las nulidades más cabales e incurables.

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