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Las vejaciones de mujeres y niños en la intimidad del hogar han sido en gran medida amparadas por viejos y opresivos principios sociales y usos culturales que han promulgado la subordinación casi absoluta de la mujer al hombre y de los pequeños a sus progenitores.La cultura es como la sal en la sopa, no se ve pero hace mucho. Las normas culturales se reflejan en lo que decimos y hacemos, en las explicaciones que damos a los sucesos que vivimos, en los símbolos que usamos, en los estereotipos y los prejuicios que albergamos, y en nuestros intereses y prioridades. En definitiva, la cultura, con su entramado de creencias, modelos y expectativas, nos guía y nos regula.
Aunque los orígenes de los preceptos culturales que han decretado el sometimiento de las mujeres a los hombres no están muy claros, un acontecimiento muy influyente fue la aparición en el mundo de las religiones monoteístas que identificaban a un dios masculino, hace unos tres milenios. Desde entonces hasta hace menos de un siglo, la discriminación y la opresión del sexo femenino han sido ignoradas y hasta justificadas por doctrinas religiosas, teorías filosóficas y reglas sociales que devalúan la mujer. Como consecuencia, durante siglos la mujer ha soportado indefensa y en silencio los abusos de su compañero.
La extensa lista de obras de fe abarca desde el relato del Génesis en el que Dios subordinó la creación de la primera mujer a la necesidad de compañía del hombre y la esculpió de una de las 24 costillas de este, hasta los pronunciamientos de líderes religiosos modernos que consideran que los varones son los únicos legítimos embajadores del reino de los cielos ante los mortales.
En el mundo de la filosofía, el mismo Aristóteles, juzgado por muchos como la figura intelectual más importante de todos los tiempos, afirmaba en su obra De Generatione Animalium que las mujeres eran «hombres mutilados», seres con muy poca capacidad para razonar. Sorprende y defrauda que las bases absurdas de creencias primitivas como esta, que durante varios milenios propugnaron la inferioridad del género femenino, no fuesen desmanteladas por científicos posteriores -como por ejemplo, Galeno, Bacon, Descartes, Pascal, Newton, Darwin, Freud o Einstein- que iluminaron tantas leyes del Universo.
En muchas sociedades, incluyendo la nuestra, abundan los dichos y proverbios que reflejan con sorprendente rudeza la superioridad del varón y la distorsión y el desprecio de la figura femenina. Por ejemplo, una frase atribuida a Buda atestiguaba: «El cuerpo de la mujer es sucio y no puede ser depositario de la ley». Una oración hebrea reza: «Adorado seas, Señor, nuestro Dios, Rey del Universo, que no me has hecho mujer». Tomás de Aquino escribió: «El hombre está por encima de la mujer, como Cristo está sobre el hombre». La brutalidad contra la mujer se manifiesta crudamente en este dicho español: «La mujer ha de tener, como las burras, la boca ensangrentada».
Recordemos que en España las mujeres no consiguieron el voto hasta 1931, y la voz para reivindicar sus derechos mucho más tarde. Durante la más reciente dictadura, la única contribución que las mujeres podían hacer a la construcción de la «Nueva España» era la maternidad y aceptar sin rechistar un papel social limitado y secundario al del varón. En palabras textuales promulgadas por la organización nacional Sección Femenina hace unos cincuenta años: «Las mujeres nunca descubren nada; les falta talento creador, reservado por Dios a las inteligencias masculinas».
Otra costumbre bastante antigua ha sido culpar a la mujer maltratada de su propia desdicha. Incluso los profesionales de la salud mental han manifestado hasta hace poco esta inclinación. Ejemplo clásico ha sido el viejo y manoseado razonamiento de que la agresión masculina en la relación de pareja satisface la «necesidad de sufrir» de la mujer, a quien se achaca una personalidad dependiente y perdedora. El mismo Sigmund Freud en 1932 consideró que «la supresión de la agresión en las mujeres, biológica y socialmente impuesta, favorece el desarrollo de intensos impulsos masoquistas en ellas». Según el inventor del psicoanálisis « el masoquismo es algo auténticamente femenino».
Todos los arquetipos son resistentes al cambio, pero uno tan potente como la figura de la compañera masoquista resulta especialmente tenaz. Esta imagen, labrada en la vieja losa de la división sexual del trabajo que forzó a la mujer al aislamiento, a la dependencia y a la desigualdad, aún perdura en la memoria colectiva, a pesar de haber sido prácticamente rechazada tanto por el sentido común de la gente razonable como por la comunidad científica.