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Violadas en la selva, repudiadas en casa
Pere Rusiñol.
El País, 23-3-2008
Cuando cae la noche en Rutshuru, al este de la República Democrática del Congo (RDC), casi todos buscan refugio en casa. Los niños corren para que ninguna banda les secuestre y les convierta en soldados a la fuerza. Los hombres dejan de zangolotear por las calles polvorientas y tristes para no verse atrapados en el tiroteo cotidiano. Cuando anochece, Rutshuru es realmente peligroso. Y sin embargo, precisamente entonces, al adueñarse la oscuridad de la ciudad sin ley, es cuando muchas mujeres salen en silencio de su choza y se esconden en la selva: saben que si se quedan en casa, muy probablemente serán violadas.

Así de dura es la vida de las mujeres en Rutshuru y en todo el este de la RDC, la zona con más violencia sexual del país con más violaciones de todo el planeta. "La violencia sexual en Congo es la peor del mundo", proclama John Holmes, subsecretario general para Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas. Médicos Sin Fronteras (MSF), con proyectos en 75 países, incluidos los que viven las peores tragedias del momento, objetiva esta realidad escalofriante, presente en cada esquina y en cada rincón del devastado este congoleño: el 75% de los casos de violencia sexual que MSF atiende en todo el mundo proceden de este país-continente en el corazón de África, en el que se suceden las guerras y la muerte violenta se ha convertido en norma.

"Las mujeres creen que están más seguras en la selva que en casa, porque cada noche algún grupo guerrillero -cuando no es uno, es otro- llama a la puerta. Pero lamentablemente, la mayoría de las que se esconden en el bosque acaban siendo violadas igual", explica Jachy, la coordinadora del programa de violencia sexual del único hospital de Rutshuru digno de este nombre, gestionado por MSF.

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En los Kivus, la convulsa región oriental congoleña tan rica en minas -oro, diamantes, coltán, cobre...- y tan pródiga en sangre y miseria, la historia de Tassy no tiene nada de excepcional. Hay tantas armas y tantos grupos violentos campando a sus anchas -cada uno con su correspondiente amigo suministrador detrás, ávido de conquistar una nueva mina-, que lo raro es más bien vivir sin conocer de cerca la violencia sexual. En algunas poblaciones -como Shabunda, al sur, pero hay muchas otras- más del 70% de las mujeres han sido violadas. Y la cifra sólo incluye los casos denunciados, siempre menor que la real.

La lacra está tan extendida que lo difícil es reconocer a los agresores. Suelen portar armas y uniforme, pero cuesta distinguir si son rebeldes tutsis alzados contra el Gobierno, guerrilleros hutus atrincherados desde que en 1994 huyeron de Ruanda tras perpetrar el genocidio, milicianos Mai-Mai con ínfulas de somatén, estrafalarios rastas que escandalizan incluso a sus rivales por la violencia extrema que emplean... O quizá son los propios soldados del Ejército, hambrientos, beodos, desmoralizados y con meses sin cobrar. Los informes de las organizaciones de derechos humanos les señalan a todos, sin excepción. Se pelean entre sí, pero las que pagan son siempre las mujeres.

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"Es obvio que la violencia sexual se está utilizado aquí como arma de guerra", sostiene en Goma el sociólogo Jules Barhalengeltwa. Este hombre se ha pateado decenas de pueblos en los Kivus y dice que no tiene ninguna duda de que las cotas de violencia sexual son aquí las peores del mundo. "Es cierto que en Bosnia y otros lugares también se utilizaron las violaciones como arma de guerra, pero aquí hay más grupos y, por tanto, es aún peor porque las mujeres son atacadas por todos", sostiene.

"Las violaciones masivas buscan destruir al grupo contrario, extender entre sus miembros el virus del sida, destrozar familias, forzarlas a exiliarse, humillarlas...", explica Barhalengeltwa. Y concluye: "Es un arma muy potente que utilizan todos sin excepción, pero sobre todo los interahamwes. El objetivo es destruir al contrario, no sólo violar".

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Aunque parezca mentira, el rechazo social entre los suyos suele ser el segundo gran golpe que debe afrontar la mujer. Muchas veces, el marido la repudia tras el ataque. En ocasiones, incluso la propia familia. Todo un muro de prejuicios y supersticiones se levanta para hacer todavía más difícil su recuperación. "Las mujeres suelen venir a la consulta a escondidas porque temen que el marido las abandone si se entera y que la gente las señale en la calle", apunta Jachy, la psicóloga que trabaja con MSF en Rutshuru. "Hay veces en que el agresor les da a elegir, regodeándose así en el sufrimiento: o mata al marido o viola a la mujer. El marido implora que viole a la mujer para salvar él la vida y, aun así, luego la rechaza", explica Jachy.

Cuando no se la acusa de coquetear con el violador, se la repudia por temor a que sea portadora del virus del sida. En este caso, según el cliché dominante nacido de las entrañas de la incultura, o va a contagiar la enfermedad o el tratamiento médico costará demasiado dinero y llevará a toda la familia a la ruina. El abandono es, pues, la respuesta más habitual. Los rasgos culturales congoleños no ayudan a mejorar la situación de las afectadas: "Aquí se ve a la mujer como una criatura sagrada, y si ha sido violada, se convierte en todo lo contrario: en impura, en portadora de todos los males", lamenta el sociólogo Barhalengeltwa.

La pinza del hombre es por tanto doble: primero, unos violan; y después, otros repudian. "Es imprescindible implicar al hombre en esta lucha contra la violencia sexual. De lo contrario, nuestros esfuerzos serán estériles", sostiene Marie Noël Cikuru, coordinadora del programa de Women for Women en Kivu Norte. Su ONG ha empezado a impartir talleres para líderes comunitarios con el objetivo de ir socavando los prejuicios e implicarles en este combate. "La respuesta está siendo buena; tenemos esperanza", remacha.

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En Goma, en Bukavu y en Rutshuru el cielo es diáfano, pero el aire está siempre emponzoñado. Nadie sabe cómo poner fin a esta espiral diabólica de hombres muertos en combates incomprensibles y de mujeres violadas y torturadas. Una mujer exhausta y combativa, que prefiere ocultar su identidad para no hacer todavía más difícil su trabajo con las víctimas, apunta que la solución está a miles de kilómetros de distancia, al norte. "Necesitamos ayuda internacional, pero no sólo con financiación, médicos y voluntarios que nos compadezcan", implora esta activista pro derechos humanos, quien añade: "El compromiso debe ser también en algo más profundo: ¿quién vende las armas a estas bandas? ¿Quién compra el oro, el coltán y los diamantes que se extraen aquí sin control?". "¡Ésta es la raíz del problema que debe atajarse!", exclama. Por ahora, las armas entran y los minerales salen: las mujeres seguirán huyendo a la selva cuando cae la noche.