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Los residentes de Lugouqiao saludan a la nonagenaria como si fuera su particular estrella local. Pese a sus 96 años, Yan Guiri continúa manteniendo su rutina diaria. Cada mañana de invierno cuando sale el sol camina encorvada hasta el otro lado de la travesía y se instala en una silla dejando pasar el tiempo.Nada más aposentarse se genera un corrillo de curiosos en su entorno. Todos son visitantes que acuden al cercano museo y al famoso puente de Marco Polo, donde dio inicio la guerra de 1937 entre China y Japón.
Yan Guiri también fue testigo de ese evento. La fémina es un personaje que atesora historia.
Los extraños señalan a sus pies. Son diminutos. No debe llegar ni a la talla 30 propia de una niña de siete años. "No encuentro estos zapatos en ninguna parte. Antes me los hacía yo misma", relata.
Yan es la única superviviente de lo que antaño fue una moda unánime en su aldea, que ahora es un suburbio de Pekín. Sus dos hermanas, ya fallecidas, también tenían los pies vendados. Lo mismo que su madre y su abuela. "Y todas las generaciones anteriores. En aquellos años era la única manera de conseguir un marido. Éramos muy pobres y la única forma de prosperar era casándote", explica Yan. La señora habla con resignación de lo que reconoce fue un suplicio que sufrió durante años y que le aplicó su propia madre. "Y su madre a ella", puntualiza.
Siguiendo un ritual aprendido durante generaciones, cada día sus pequeños pies eran untados de sangre animal y después se los ataban con trapos de algodón para doblárselos hacia adentro. Se trataba de retorcérselos para que la extremidad no creciera de forma natural y quedara reducida al tamaño que exhibe hoy la señora.
Los apodaban los "pies de loto" y durante la era imperial china eran considerados un símbolo de belleza y hasta de erotismo. Un esfuerzo contra natura que provocaba enormes dolores a las chiquillas.
"Mi madre comenzó a vendármelos cuando tenía cuatro años. Los huesos están todavía flexibles y se pueden doblar. Se trata de que se queden doblados, no de romperlos, aunque si no te lo hacían con cuidado te los podían romper. Me dolía muchísimo. Cuando dormía no me podía echar ni una manta encima porque me hacía mucho daño", rememora.
Cuando intentaba desatárselos, su propia madre la apaleaba.