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Hay que regularizar ya este fenómeno y eso no significa avalarlo o bendecirlo. Sólo desde la hipocresía o la extrema ingenuidad se puede pensar que si se prohíbe o esconde dejará de existir
Basta. Basta de la irresponsabilidad de esos dirigentes políticos que miran hacia otro lado porque no reciben la presión ciudadana directa. Basta de las soluciones estéticas que aportan los planteamientos abolicionistas y de las posturas maximalistas de quienes se resisten a hacer algo ante la imposibilidad de resolverlo todo. Basta de la hipocresía y la doble moral de algunos a los que sólo preocupa barrer la prostitución de las calles. Inicio este artículo desde el hastío de llevar años dando vueltas infructuosamente al debate sobre la prostitución, y asistiendo, mientras no actuamos, a la degradación de algunos entornos en los que se practica y al desamparo en los que centenares de mujeres ejercen cada día esta actividad en cualquiera de nuestras ciudades.El dilema no es si estamos a favor o en contra de un fenómeno que repugna a la práctica totalidad de las mujeres, entre las que me incluyo, como también a muchos hombres. No sólo desde el feminismo, sino desde amplios sectores de la sociedad, existe un rechazo a una práctica que convierte las relaciones sexuales en un intercambio mercantil con componentes de dominio y vejación, en el mejor de los casos, y de abuso, agresión o riesgo para la salud, la seguridad y la libertad de quienes la ejercen, en el peor. Es mezquino atribuir a quienes defendemos la regulación de la prostitución cualquier pretensión de avalarla o bendecirla. Como también es hipócrita -o incomprensiblemente ingenuo- pensar que si la prohibimos o la escondemos dejará de existir.
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El debate que urge afrontar, que ya no podemos demorar, gira en torno a qué situación legal ofrece mayores garantías y libertades a las personas que, por los motivos que sea -que a mí me cuesta comprender-, deciden ejercer esta actividad. Debemos dotarnos de un marco jurídico que refuerce a su vez las herramientas con las que las administraciones puedan combatir con total contundencia el tráfico y la explotación de personas abocadas a la prostitución forzosa.
El enfrentamiento estéril entre las tesis abolicionistas y las partidarias de la legalización debería dar paso a un debate en el que, compartiendo objetivos, analizáramos los mecanismos que permiten, de forma objetiva y no meramente estética, garantizar los derechos de las mujeres y ser más eficaces en la lucha contra las mafias. Bajo este planteamiento, la no regulación es la peor de las salidas: perpetúa la extrema vulnerabilidad de quienes se dedican a la prostitución, a la vez que priva a las administraciones públicas de cualquier instrumento para intervenir y gestionar el impacto que esta actividad tiene sobre las personas y sobre el entorno en el que ejercen.
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Debemos aparcar las iniciativas parciales o las soluciones estéticas. La función de la política es ofrecer a cualquier colectivo las mejores condiciones para garantizar la salvaguarda de sus derechos, y esto pasa hoy por afrontar de una vez por todas la regulación de la prostitución, promoviendo la existencia de espacios autogestionados, sin amos, que despojen al proxeneta de la funcionalidad que le otorgan las precarias condiciones en las que se desenvuelven actualmente las trabajadoras del sexo. Un marco regulador hará aflorar la economía sumergida vinculada a esta actividad, de la que se lucran impunemente numerosos empresarios del sexo, nos posicionará mejor para combatir la delincuencia que a menudo la rodea, y nos permitirá abordar el diseño de estrategias para aquellas mujeres que quieran abandonar esta práctica.
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