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Las madres violadas en la guerra de los Balcanes rompen el silencio y empiezan a exigir justicia
Miles de mujeres musulmanas fueron torturadas y violadas salvajemente durante la limpieza étnica orquestada por el líder serbio Slobodan Milosevic. Él ha muerto, pero se calcula que cerca de 10.000 hombres están impunes. Diez años después del fin de la guerra, los hijos de aquellas violaciones empiezan a buscar la verdad. Y sus madres comienzan a hablar.
[...]Más de 20.000 bosnias musulmanas fueron sistemáticamente violadas por las fuerzas serbias en la campaña de limpieza étnica orquestada por Milosevic. Algunas dicen que les cuesta demasiado vivir, y que si no se matan es por sus hijos, muchos de ellos fruto de las violaciones que rompieron sus vidas.
Para ellas, la guerra y la barbarie de los campos de concentración no ha terminado. Viven presas de las imágenes de horror que reaparecen sin aviso y sin falta a diario en sus cabezas. El momento en el que el soldado maloliente dice "vas a tener un hijo serbio" y la violan entre varios, cuando el uniformado coge el cuchillo y le rebana el cuello a su hijo, o el instante en que comienzan a cortarle los pechos. Pero ni siquiera pueden permitirse pensar en todo esto, porque les toca sacar adelante a lo que ha quedado de sus familias. Sus hijos ya son adolescentes y quieren saber la verdad.
Se desconoce cuántos niños son hijos de los violadores, pero las organizaciones hablan de miles. Muchos fueron entregados en adopción en Europa, otros viven en orfanatos bosnios y muchos otros han crecido junto a sus madres, creyendo que su padre fue un shaheed, un musulmán que murió en la guerra defendiendo a su patria.
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Marijana -nombre ficticio- hace tiempo que decidió hablar y recomponer su espeluznante historia. La ha contado en La Haya. Haber testificado no le ha vacunado, sin embargo, contra el inevitable derrumbe cada vez que revive su paso por un campo de concentración en Visegrado, al este del país. "Me violaron varias veces. Tantas que no sabría contarlas. Mi hijo, de 16 años, lo vio todo. Olían mal, a cebolla, a alcohol. Estaban muy sucios. Me enseñaron varios cuchillos. ¿Cuál es el más afilado me preguntaron?". Marijana rompe a llorar: "Vi cómo pasaban el cuchillo por el cuello de mi hijo. Les pedí que me mataran a mí. No entiendo qué hemos hecho para ser tan odiadas". Vuelve el llanto y la respiración entrecortada, pero Marijana quiere continuar: "Lo tenían todo pensado, todo planeado para humillarnos y destrozar a nuestra comunidad. Ahora nosotras no valemos para nada, y el Gobierno hace oídos sordos, pero, si seguimos calladas, no llegaremos a ninguna parte", afirma esta mujer que vive en Sarajevo, y que dice adivinar la llegada del frío invierno bosnio en las cicatrices de su cuerpo. Marijana reconoció en el campo de concentración a Milan Lukic, entregado por Argentina al TPIY el pasado febrero, después de siete años de fuga. Lukic operaba bajo las órdenes de los prófugos Radovan Karadzic y su jefe militar, Ratko Mladic, acusados de genocidio por la matanza de Srebrenica, en la que exterminaron a 8.000 musulmanes bosnios en 1995.
Maida Cupina también testificó en Holanda. Fue contra Milosevic. Tampoco tiene trabajo y vive en un piso que le ha prestado el tribunal. A sus 50 años es alta y va muy arreglada. Pelo bien teñido, colorete y labios perfilados. Su imagen esconde a una mujer hundida. "Tengo que ser valiente y seguir, por mis hijos", dice. "Me violaron delante de mi marido y de mis dos hijos. Me encerraron en casa de mi padre, donde estaba disponible para los soldados durante las 24 horas. '¡Musulmana inútil!', me gritaban los serbios. Hacían orgías durante días enteros", relata mientras empalma un cigarrillo con otro en el apartamento, prestado, donde vive con su hija, enferma de anorexia, y sin acceso a un tratamiento médico. Cupina, de 1,72 metros, llegó a quedarse en 42 kilos. Fue entonces cuando los nacionalistas fanatizados estimaron que ya no servía para sus propósitos y la intercambiaron por prisioneras serbias. Ahora dice vivir condenada a la cadena perpetua de esas imágenes, del olor a alcohol y sudor de esos hombres, tatuados en su cerebro.
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Junto a Milosevic y al resto de los grandes nombres del TPIY, fuentes judiciales del país estiman que alrededor de 10.000 sospechosos (en su mayoría procedentes de las filas de los fanáticos serbios, pero también bosnios) siguen en libertad. La mayor parte de ellos vive en la República Serbia de Bosnia, una de las dos entidades del país, y que, tras la expulsión de miles de musulmanes durante la guerra, se ha convertido en una zona étnicamente limpia, sin apenas presencia musulmana. A pesar de que Dayton reconoció el derecho al retorno de los desplazados y de que las autoridades alientan de boquilla el regreso, las víctimas insisten en que, si no se detiene a los agresores, no hay vuelta posible.
Nusreta Sivac es una de las pocas que optó por el regreso y ahora le toca cruzarse en la calle con los hombres que la torturaron en los tres campos de concentración en los que estuvo en 1992: Omarska, Trnopolje y Keraterm, conocidos por las imágenes que dieron la vuelta al mundo y en las que se veía a hombres famélicos tras el alambre de espino. "Estuve allí casi dos meses. Hablar de lo que pasó dentro es durísimo", dice Sivac, que cuenta que la tortura y las violaciones eran generalizadas y que antes de la guerra era juez en Prijedor, una ciudad entonces multiétnica a unos 20 kilómetros de la frontera con Croacia, y donde hoy día los musulmanes forman una minúscula comunidad, asentada en Kozarac. Allí, las casas son nuevas, levantadas sobre las cenizas a las que quedaron reducidas las viviendas de los bosniacos, quemadas por los soldados y milicianos serbios.
"Siempre tuve claro que iba a volver. Ésta es mi ciudad. El primer día que llegué a mi casa, había un cartel que decía: 'esta es la puerta de Omarska'. Ahora me encuentro por la calle con hombres que me maltrataron y otros que han salido después de cumplir dos tercios de su condena", explica Sivac. ¿Cómo reacciona? "Les miro a los ojos. Es lo único que puedo hacer, con esa gente no se puede hablar. Para nosotras, la mejor lucha es la verdad", dice esta mujer que ha testificado en el TPYI contra varios de los responsables de los campos.
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Muchas de las madres que decidieron quedarse con sus hijos los han criado en los campos de refugiados, al amparo de las mentiras de la guerra. Pero estos niños y niñas tienen hoy 14 años y quieren saber quiénes fueron sus abuelos paternos, quiénes son sus tías... y para eso no hay respuesta. Sus madres fueron violadas tantas veces que, aunque se atrevieran a decirles que su padre no fue un héroe, serían incapaces de dar con su identidad. "Son niños muy inseguros y muy dependientes. Viven con el temor de que sus madres, traumatizadas y apenas capaces de arrastrar su propia vida, los abandonen. Se ha producido la transmisión generacional del trauma", estima Salvia.
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