Ejecuciones extrajudiciales, "desapariciones" |
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El número de ejecuciones varió de un sitio a otro, según el capricho del jefe militar o las autoridades locales. Los gobernadores civiles y militares y los funcionarios del gobierno civil, si habían sido nombrados por el Frente Popular, fueron casi siempre fusilados. La misma suerte corrieron cuantos intentaron seguir la huelga general declarada al principio del alzamiento. A las personas conocidas, tales como generales o gobernadores civiles, generalmente se las sometió a un simulacro de juicio, que duraba quizá dos o tres minutos, a cargo de un tribunal militar. La mayoría de personas corrientes, huelguistas, sindicalistas o anarquistas, no fueron juzgadas.
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La represión fue un acto político, decidido por un grupo de hombres desesperados que sabían que sus planes originales no habían salido según lo planeado. Pero las directrices de Mola desde el mes de abril habían previsto esta eventualidad. En una reunión de alcaldes de la zona próxima a Pamplona, el 19 de julio, Mola repitió el tono de aquellas instrucciones tan explícitas como duras: "Es necesario propagar una atmósfera de terror. Tenemos que crear una impresión de dominación (...). Cualquiera que sea abierta o secretamente defensor del Frente Popular debe ser fusilado".
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En la mayoría de los casos, sin embargo, las detenciones se realizaban por la noche, y los fusilamientos consiguientes también se hacían al amparo de la oscuridad. A veces las ejecuciones eran individuales, y a veces colectivas. A veces, pura y simplemente, los prisioneros eran torturados antes de ser fusilados.
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En cuanto a los autores de estas atrocidades, la mayoría eran miembros del ejército o de los antiguos partidos de derechas, o meramente funcionarios u oficiales de la guardia civil. Desde luego, los falangistas mataron a mucha gente, pero no ocupaban puestos de mando y, aunque a veces figuraban en los pelotones de ejecución, también hubo algunos, como el jefe nacional interino de la Falange, Hedilla, que intentaron (en algunos casos individuales con éxito) contener la riada por medio de protestas o utilizando su influencia. El obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea, pidió que cesara el derramamiento de sangre en Navarra, y hubo sitios donde las ejecuciones fueron llevadas a cabo por "incontrolables" contra las órdenes expresas de las autoridades. Sin embargo, en muchas ciudades grandes hubo jefes de policía o gobernadores militares sanguinarios, e incluso sádicos, que impidieron eficazmente cualquier protesta: el coronel Díaz Criado en Sevilla, el comandante Doval (famoso ya desde Asturias) en Salamanca, el mayor Ibáñez en Córdoba, el capitán Rojas y el coronel Valdés Guzmán en Granada, el ex republicano Joaquín del Moral en Burgos... Sus nombres han pasado a la historia como carniceros de su propio pueblo. Jesús Muro, el dirigente falangista de Zaragoza, la Falange de Andalucía y Andrés y Onésimo Redondo en Valladolid, también fueron responsables de muchas cosas.
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Probablemente, siempre
será difícil saber el número de personas muertas por
los rebeldes o sus partidarios en estos primeros días de la guerra.
Cuando no había consejo de guerra, no habla registro de ejecuciones.
Éstas simplemente formaban parte del proceso de depuración
necesario para librar a España de masones, marxistas y judíos,
una trilogía todavía amenazadora para la derecha española,
a pesar de que los primeros eran inofensivos y los terceros habían
sido expulsados en el siglo XVI. Sin embargo, un examen paciente de las
estadísticas necrológicas de toda España algún
día puede que nos revele gran parte de la verdad, aunque quizá
no toda.
Ya se han dado cifras,
aunque a menudo más con fines propagandísticos que basadas
en la evidencia. Puede que hayan sido exageradas sin deseos de engañar:
por ejemplo, los recuerdos de un superviviente de una cárcel en
la que hubiera innumerables ejecuciones nocturnas pueden agrandarse fácilmente
por obra de la imaginación. El mejor
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La España
republicana, igual que la España de la guerra de la Independencia
o del final de la Primera República, más que un solo Estado
parecía constituir un conglomerado de repúblicas.
La revolución
empezó al igual que la contrarrevolución con una oleada de
asesinatos, destrucciones y saqueos. Las unidades de milicianos de los
partidos políticos y los sindicatos se reunían en bandas
que tenían nombres parecidos a los de equipos de fútbol.
Eran, por ejemplo, los "Linces de la República", los "Leones rojos",
las "Furias", "Espartaco" y "Fuerza y Libertad". Otras bandas adoptaron
el nombre de dirigentes políticos izquierdistas, españoles
o extranjeros. Sus iras se dirigieron en primer lugar contra la Iglesia.
En toda la España republicana, pero sobre todo en Andalucía,
Aragón, Madrid y Cataluña, las iglesias y los conventos fueron
saqueados e incendiados indiscriminadamente. La Iglesia no había
participado en el alzamiento prácticamente en ningún sitio.
Casi todas las historias que se contaron de rebeldes que disparaban desde
los campanarios eran falsas, aunque quizás, a veces, los párrocos
habían permitido a los falangistas almacenar armas en sus tranquilas
sacristías.
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Estos ataques fueron acompañados por una matanza colosal de los miembros de la Iglesia y de la burguesía. Los nacionalistas, después de la guerra, han dado la cifra de unos 55.000 seglares asesinados o ejecutados en la España republicana durante la guerra. Este cálculo, a pesar de su magnitud, es muy inferior a las acusaciones de trescientos o cuatrocientos mil muertos que se hicieron durante la guerra. Se cree que murieron 6.844 religiosos: 12 obispos, 283 monjas, 4.184 sacerdotes y 2.365 monjes.
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Desde luego, el número de muertos entre los seglares fue muy superior al de los eclesiásticos. Cualquiera de quien se sospechara que sentía simpatía hacia el alzamiento nacionalista estaba en peligro. Al igual que entre los nacionalistas, las circunstancias irracionales de una guerra civil hacían imposible discernir qué era traición y qué no lo era. Morían personas ilustres, y a menudo sobrevivían personas indignas. En la Andalucía oriental, los camiones de la CNT llegaban a los pueblos y ordenaban a los alcaldes que entregaran a los fascistas de la localidad. A menudo los alcaldes tenían que decir que todos habían huido, pero muchas veces había alguien que informaba a los terroristas, diciéndoles cuáles de los ricos del pueblo seguían allí; entonces éstos eran detenidos y fusilados en un barranco próximo.
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En las grandes ciudades, donde los enemigos potenciales eran más numerosos, se utilizaron procedimientos más sofisticados. Los partidos políticos de izquierdas crearon unos cuerpos de investigación que se enorgullecían de llamarse a si mismos, siguiendo el modelo ruso, con el nombre de "checas". Solamente en Madrid, había varias docenas. Estos primeros días de la guerra civil en las ciudades republicanas se caracterizaron por la aparición de un verdadero laberinto de grupos diferentes, todos ellos con poder para decidir sobre la vida y la muerte, y cada uno responsable ante un partido, un departamento del Estado, o un simple individuo.
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Quizá la checa más temida de Madrid era la conocida con el nombre de "la patrulla del amanecer", por la hora en que llevaba a cabo sus actividades. Pero no había mucha diferencia entre esta banda y la "brigada de investigación criminal", dirigida por un antiguo impresor y ex dirigente juvenil comunista, Agapito García Atadell, quien, al parecer con el beneplácito de las autoridades, instaló su "checa antifascista" en un palacio de la Castellana. Ambos grupos utilizaron los archivos del ministerio de la Gobernación para facilitar su tarea persecutoria con los miembros de los partidos de derechas. ( La Falange había destruido su lista de miembros; pero los carlistas y la UME no.)
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Aunque en la España
rebelde hubo muchas muertes arbitrarias, la idea de la limpieza del país
para eliminar los males que se habían apoderado de él era
una política disciplinada de las nuevas autoridades y formaba parte
de su programa de regeneración. En la España republicana,
la mayoría de las muertes fueron consecuencia de la anarquía,
resultado de un colapso nacional, y no obra del Estado, aunque algunos
partidos políticos, en algunas ciudades, consintieron las enormidades,
y aunque algunos de los responsables últimos ascendieron a posiciones
de autoridad. Además, los ataques aéreos provocaban odios
y fueron responsables de muchas muertes en represalia. Igualmente, la voz
de Queipo de Llano a través de la radio infundía pavor y
provocó la muerte de muchos de sus partidarios en territorio republicano.
En ambos bandos, la mayoría de los asesinatos fueron cometidos por
hombres menores de veinticuatro años de edad.
Las atrocidades
cometidas tras las líneas "republicanas" y "nacionalistas" al principio
de la guerra civil eran parte del mismo fenómeno que, a partir de
1931, había endurecido la política española llevándola
a excluir el compromiso; este extremismo político había desembocado
en la violencia, la ilegalidad y la intolerancia antes de julio de 1936.
La forma como se
llevó a cabo la rebelión militar, y la forma en que respondió
a ella el gobierno en las primeras horas provocaron un desenfreno que no
se había visto en Europa desde la guerra de los Treinta Años.
En una zona, se fusilaba a maestros de escuela y se quemaban casas del
pueblo; en la otra, se fusilaba a sacerdotes y se quemaban iglesias. La
consecuencia psicológica de este desenfreno fue que las dos partes
en litigio se vieron dominadas por el odio y el miedo: "Odio destilado
lentamente durante años, en el corazón de los desposeídos.
Odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la 'insolencia' de los
humildes. Odio de las ideologías contrapuestas, especie de odio
teológico, con que pretenden justificarse la intolerancia y el fanatismo.
Una parte del país odiaba a la otra, y la temía"