Ejecuciones extrajudiciales, "desapariciones" |
A la altura de 1957, el entonces capitán Aussaresses tenía las ideas sumamente claras sobre lo que tenía que hacer. Según pormenoriza en su libro, organizó sin vacilar el asesinato del líder del FLN, Larbi Ben M'Hidi, con el respaldo de la máxima autoridad militar en Argelia, el célebre general Jacques Massu. La eliminación física de este dirigente rebelde, una vez capturado -escribe el general- 'fue largamente discutida con Massu. Llegamos a la conclusión de que un proceso a Ben M'Hidi no era deseable, pues habría implicado repercusiones internacionales'. 'Aislamos al prisionero en una habitación ya preparada (...) y con el apoyo de mis ayudantes le ahorcamos de una manera que se pudiera interpretar como un suicidio'.
Recuérdese que la llamada por los estudiosos anglosajones 'the dirty hands theory' o 'teoría de las manos sucias' no es de hoy, ni tampoco de anteayer. En términos resumidos, su enunciado no es otro que éste: 'Todo dirigente de alto nivel, civil o militar, en ciertas situaciones, puede verse obligado a ensuciarse las manos actuando fuera de la ley y de la moral, en aras de un mejor servicio a la propia sociedad'.
Se equivoca quien piense que hay que remontarse a Maquiavelo para encontrar esta filosofía, ni siquiera a Hobbes. De hecho no hay que remontarse ni poco ni mucho, pues ahí está, sin ir más lejos, el general Jorge Videla, ex jefe de la Primera Junta Militar en la última dictadura argentina -en su día condenado a prisión perpetua y posteriormente indultado-, quien todavía se manifiesta seguidor entusiasta de esta teoría. Pero no sólo militares: también pensadores civiles, ilustres profesores y conocidos filósofos absolutamente actuales participan de ella, matizándola, pulimentándola, pero sosteniéndola en definitiva.
Así, el politólogo estadounidense Michael Walzer mantiene que cuando la supervivencia colectiva está amenazada, los dirigentes deben asumir una 'moral utilitaria', es decir, suficientemente acomodaticia como para utilizar cualquier medio -incluida la práctica de las manos sucias- para asegurar dicha supervivencia. A lo cual añade una curiosa condición: los dirigentes que recurran a las manos sucias deben tener un sentido del honor tan exigente que, a posteriori, sus acciones inmorales deben arrojar sobre ellos un fuerte 'sentimiento de culpa', que pese intensamente sobre sus conciencias y les haga aceptar su cuota de responsabilidad por los actos delictivos que cometieron o mandaron cometer.
A su vez, el filósofo británico Bernard Williams admite que, en ciertas situaciones, las leyes son quebrantadas por los dirigentes, que sienten la imperiosa necesidad de actuar, en algunos casos, al margen de la ley y de la moral. De ahí que la única garantía realista consiste, a su juicio, en asegurarse de que el poder radique siempre en manos de individuos dotados de un alto sentido moral, sumamente reacios al uso de métodos inmorales. Ello proporcionará, según Williams, la única garantía accesible: la de que el recurso a las manos sucias quedará, al menos, reducido a su menor grado posible.
Otra extraña posición es la del profesor norteamericano Carl Klockards, quien admite que la policía puede y debe, en ciertos casos, 'quebrantar la ley para capturar a quienes quebrantan la ley'. Pero a continuación añade que aquellos policías que -incluso con ese buen fin- quebrantaron la ley deben ser castigados por ello, incluso si tal quebrantamiento redundó en un 'incuestionable beneficio' para la sociedad. Con ello el problema continúa irresuelto, pues -según el propio Klockards- se trata de una 'cuestión irresoluble' desde la perspectiva moral.
Por el contrario, el profesor Sidney Axinn rechaza de plano la teoría y la práctica de las manos sucias, manteniendo esta firme posición: 'A pesar del pánico moral que pueda suscitar la amenaza de perder una guerra, la teoría de las manos sucias es simplemente un nuevo nombre para una vieja figura. La vieja figura se llama crímenes de guerra, y un militar honorable no puede elegir esa vía, cualquiera que sea su denominación'.
No era ésta, en absoluto, la posición de Aussaresses, cuya adscripción a la teoría de las manos sucias era realmente fervorosa, pues de hecho la tenía -y ahora vemos que aún la tiene- plenamente incorporada a su moral militar. Según expone en su libro, él mandaba un escuadrón de la muerte que actuaba al anochecer: 'Nuestro equipo salía hacia las ocho y nos las arreglábamos para estar de vuelta antes de medianoche, con nuestros sospechosos, para proceder a los interrogatorios'. (...) 'La tortura era utilizada sistemáticamente si el prisionero rehusaba hablar, lo cual sucedía con frecuencia. Era raro que los prisioneros interrogados por la noche llegaran vivos al amanecer', reconoce el general.
Hay que subrayar que estos prisioneros eran simples 'sospechosos', según precisa en su relato. Cabe deducir, por tanto, que en muchos casos nada decían porque nada sabían, lo cual les garantizaba largas horas de tortura y esa probabilidad mínima de 'llegar vivos al amanecer'. El general nos narra en estos términos su primera experiencia individual con la tortura, cuando interrogó personalmente a uno de los prisioneros: 'El tipo murió sin decir nada. Yo no pensé en nada, ni tuve remordimientos por su muerte. Lo único que lamento es que no hubiera hablado antes de morir'.
El espectacular escándalo producido en Francia por estas confesiones, que vienen a unirse a las sucesivas revelaciones acumuladas a lo largo de los últimos cuarenta años sobre la actuación de sus militares en Argelia -incluida la ya tan lejana polémica entre los dos carismáticos generales, el ya citado Massu, partidario de la tortura, y Paris de la Bollardière, enemigo de ella-, viene a demostrar que la sociedad del país vecino aún está lejos de agotar su capacidad de sorpresa, vergüenza e indignación ante los crímenes allí perpetrados, y ahora explícitamente reconocidos una vez más.
El diario Le Monde ha exigido que sean juzgados todos estos crímenes ahora confesados, a los que considera 'contrarios a todas las leyes humanas, incluidas las de la guerra'. El primer ministro, Lionel Jospin, ha subrayado 'el repugnante cinismo' evidenciado por el general. El presidente de la República, Jacques Chirac, tras declararse 'horrorizado' por las confesiones del general, ha emitido un comunicado en el que, literalmente, 'condena de nuevo las atrocidades, los actos de tortura, las ejecuciones sumarias y los asesinatos que han podido cometerse durante la guerra de Argelia'. Además, asumiendo su carácter de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, ha ordenado al ministro de Defensa la adopción de medidas disciplinarias contra Aussaresses, y a su vez, como gran maestre de la Legión de Honor, ha pedido a la Cancillería de esta institución que el general sea expulsado de ella sin dilación.
El general explica su presencia y su actuación en Argelia en estos términos: 'El ministro residente en Argelia, Robert Lacoste, nombró al general Jacques Massu superprefecto de Argel con la misión de extirpar el terrorismo rápidamente y por todos los medios. Yo fui llamado para esto por Massu, sabiendo que, desgraciadamente, no se podía llegar a tal resultado sin ensuciarse las manos'. (...) 'Cumplí durante seis meses la misión que me fue impuesta e hice lo que en 1957 me pareció que era mi deber'.
Es decir: torturar y asesinar a prisioneros desarmados, atados y ya indefensos. Triste 'deber' para un militar profesional, dispuesto a 'ensuciarse las manos' (él mismo utiliza la expresión exacta, definitoria de su actuación). De hecho, un militar de conciencia nunca puede asumir tales delitos como un deber. Por añadidura, Aussaresses, fiel seguidor del modelo de Michael Walzer en su primera parte -búsqueda del buen fin sin reparar en los pésimos medios-, incumple, en cambio, descaradamente la segunda parte del mismo modelo. Según ese modelo, ahora debería sentir sobre su conciencia el peso de 'un fuerte sentimiento de culpa' por las atrocidades que cometió. No hay tal, ni nunca lo hubo, ni siente ni sintió arrepentimiento alguno, según él mismo reconoce con la desvergüenza que caracteriza a este tipo de militares, cuyas actuaciones no honran en absoluto a ningún Ejército, ya sea argentino, francés o de cualquier otro país.
Pese a la tortura y al crimen, Francia perdió Argelia. Sin crimen y sin tortura la hubiera perdido también. Pero lo hubiera hecho con mayor dignidad, y hoy el Ejército francés no tendría que contemplar ante el espejo de su historia la triste imagen de lo que hicieron algunos de sus hombres más de cuarenta años atrás.