Nadie ha dormido,
todos parecen haber estado esperando aquel momento y, como arrastrados
por la urgencia de despejar la incertidumbre, obedecen con diligencia de
sonámbulos y se unen en el patio a otro grupo de presos similar
al suyo, hasta sumar cincuenta. Aguardan unos minutos, dóciles,
silenciosos y empapados, bajo una lluvia fina y un cielo denso de nubes,
y al final aparece un hombre joven en cuyos rasgos borrosos reconoce Sánchez
Mazas los rasgos borrosos del alcaide del Uruguay. Éste les anuncia
que van a trabajar en la construcción de un campo de aviación
en Banyoles y les ordena formar en diez filas de cinco en fondo; mientras
obedece, ocupando sin pensar el primer lugar de la derecha en la segunda
fila, Sánchez Mazas siente que el corazón se le desboca:
presa del pánico, comprende que lo del campo de aviación
sólo puede ser una excusa, pues carece de sentido construirlo con
los nacionales a pocos kilómetros y lanzados a una ofensiva definitiva.
Empieza a andar a la cabeza del grupo, desquiciado y temblón, incapaz
de pensar con claridad, indagando absurdamente en la expresión neutra
de los soldados armados que bordean la carretera una señal o una
esperanza, buscando en vano convencerse de que al final de ese trayecto
no le aguarda la muerte. A su lado o tras él, alguien intenta justificar
o explicar algo que no oye o no entiende, porque cada paso que da absorbe
toda su atención, como si pudiera ser el último; a su lado
o tras él, las piernas enfermas de José María Poblador
dicen basta, y el preso se derrumba sobre un charco y es socorrido y arrastrado
por dos soldados de vuelta al monasterio. A unos ciento cincuenta metros
de éste, el grupo dobla a la izquierda, abandona la carretera y
se interna en el bosque por un sendero ascendente de tierra caliza que
desemboca en un claro: una alta explanada rodeada de pinos. De la espesura
brota entonces una voz militar que les ordena detenerse y dar media vuelta
a la izquierda. El terror se apodera del grupo, que se paraliza con una
unanimidad de autómata; casi todos sus miembros giran a la izquierda,
pero el espanto confunde el instinto de otros que, como el capitán
Gabriel Martín Morito, giran a la derecha. Transcurre entonces un
instante eterno, durante el cual Sánchez Mazas piensa que va a morir.
Piensa que las balas que van a matarlo vendrán de su espalda, que
es de donde ha brotado la voz de mando, y que, antes de que muera porque
las balas lo alcancen, éstas tendrán que alcanzar a los cuatro
hombres que forman tras él. Piensa que no va a morir, que va a escapar.
Piensa que no puede escapar hacia su espalda, porque los disparos vendrán
de allí; ni hacia su izquierda, porque correría de vuelta
a la carretera y los soldados; ni hacia delante, porque tendría
que salvar una muralla de ocho hombres despavoridos. Pero (piensa) si puede
escapar hacia la derecha, donde a no más de seis o siete metros
un espeso breñal de pinos y maleza promete una posibilidad de esconderse.
"Hacia la derecha", piensa. Y piensa: "Ahora o nunca". En ese momento varias
ametralladoras emplazadas a espaldas del grupo, justo en la dirección
de la que ha surgido la voz de mando, empiezan a barrer el claro; tratando
de protegerse, instintivamente los presos buscan el suelo. Para entonces
Sánchez Mazas ya ha alcanzado el breñal, corre entre los
pinos arañándose la cara y oyendo aún el tableteo
sin compasión de las ametralladoras, finalmente da un tropezón
providencial que lo arroja, rodando sobre el fango y las hojas mojadas,
por el barranco donde se quiebra la explanada, hasta aterrizar en una hoya
encharcada en la que desemboca un arroyo. Porque imagina con razón
que sus perseguidores le imaginan alejándose cuanto le sea posible
de ellos, decide guarecerse allí, relativamente cerca del claro,
encogido, jadeante, empapado y con el corazón latiéndole
en la garganta, tapándose como puede con hojas y barro y ramas de
pino, oyendo los tiros de gracia sobre sus desdichados compañeros
de grupo y luego los ladridos acuciantes de los perros y los gritos de
los carabineros apremiando a los soldados a dar con el fugitivo o los fugitivos
(porque Sánchez Mazas aún ignora que, contagiado por su impulso
irracional de huida, también Pascual ha logrado escapar a la matanza.
Durante un tiempo que no sabe si computar en minutos o en horas, mientras,
para taparse con barro, araña sin descanso la tierra hasta sangrar
por las uñas y reflexiona que la lluvia que no cesa de caer impedirá
a los perros seguir su rastro, Sánchez Mazas continúa oyendo
gritos y ladridos y disparos, hasta que en algún momento siente
que algo se remueve a su espalda y se vuelve con una urgencia de alimaña
acosada.
Entonces lo ve. Está
de pie junto a la hoya, alto y corpulento y recortado contra el verde oscuro
de los pinos y el azul oscuro de las nubes, jadeando un poco, las manos
grandes aferradas al fusil terciado y el uniforme de campaña profuso
de hebillas y raído de intemperie. Presa de la anómala resignación
de quien sabe que su hora ha llegado, a través de sus gafas de miope
enteladas de agua Sánchez Mazas mira al soldado que lo va a matar
o va a entregarlo --un hombre joven, con el pelo pegado al cráneo
por la lluvia, los ojos tal vez grises, las mejillas chupadas y los pómulos
salientes-- y lo recuerda o cree recordarlo entre los soldados harapientos
que le vigilaban en el monasterio. Lo reconoce o cree reconocerlo, pero
no le alivia la idea de que vaya a ser él y no un agente del SIM
quien lo redima de la agonía inacabable del miedo, y lo humilla
como una injuria añadida a las injurias de esos años de prófugo
no haber muerto junto a sus compañeros de cárcel o no haber
sabido hacerlo a campo abierto y a pleno sol y peleando con un coraje del
que carece, en vez de ir a hacerlo ahora y allí, embarrado y solo
y temblando de pavor y de vergüenza en un agujero sin dignidad. Así,
loca y confusa la encendida mente, aguarda Rafael. Sánchez Mazas
--poeta exquisito, ideólogo fascista, futuro ministro de Franco--
la descarga que ha de acabar con él. Pero la descarga no llega,
y Sánchez Mazas, como si ya hubiera muerto y desde la muerte recordara
una escena de sueño, observa sin incredulidad que el soldado avanza
lentamente hacia el borde de la hoya entre la lluvia que no cesa y el rumor
de acecho de los soldados y los carabineros, unos pasos apenas, el fusil
apuntándole sin ostentación, el gesto más indagador
que tenso, como un cazador novato a punto de identificar a su primera presa,
y justo cuando el soldado alcanza el borde de la hoya traspasa el rumor
vegetal de la lluvia un grito cercano:
-¿Hay alguien
por ahí?
El soldado le está
mirando; Sánchez Mazas también, pero sus ojos deteriorados
no entienden lo que ven: bajo el pelo empapado y la ancha frente y las
cejas pobladas de gotas la mirada del soldado no expresa compasión
ni odio, ni siquiera desdén, sino una especie de secreta o insondable
alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la razón
pero tampoco es instinto, algo que vive en ella con la misma ciega obstinación
con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita
inamovible y todos los seres en su terca condición de seres, algo
que elude a las palabras como el agua del arroyo elude a la piedra, porque
las palabras sólo están hechas para decirse a si mismas,
para decir lo decible, es decir todo excepto lo que nos gobierna o hace
vivir o concierne o somos o es este soldado anónimo y derrotado
que ahora mira a ese hombre cuyo cuerpo casi se confunde con la tierra
y el agua marrón de la hoya, y que grita con fuerza al aire sin
dejar de mirarlo:
-¡Aquí
no hay nadie!
Luego da media vuelta
y se va.