Los detenidos se
repartían entre la Jefatura Local de Falange y la cárcel,
donde estaban hacinados, porque no sólo había sanroqueños
(del pueblo y de sus barriadas), sino linenses. Los fusilamientos tenían
lugar hacia las doce de la noche en las tapias del cementerio, a
apenas doscientos metros de las últimas casas de San Roque, en dirección
a Málaga. Un pelotón formado por falangistas y guardias civiles
salía de la Jefatura Local de Falange. Los detenidos, en el centro,
atados unos a otros por sogas cuyos extremos sostenían los falangistas.
El grupo ascendía, muy lento, la empinada calle de San Felipe. Algunas
familias, sentadas en la acera aprovechando el fresco nocturno, se introducían
respetuosamente en su casa para no mostrar siquiera curiosidad por aquellos
que iban a ser ajusticiados. Otras, cuando veían avanzar el pelotón,
guardaban un silencio absoluto hasta que se perdía por la plaza
de la Iglesia. En aquellas noches de verano, silenciosas, con el cementerio
tan cerca de las últimas casas de San Roque, y a no más de
cuatrocientos metros del centro mismo de la población, se oía
perfectamente la descarga de los fusiles y, a continuación, los
disparos aislados de los tiros de gracia. Si el pelotón salía
de la cárcel (cerca de Los Cañones, en la calle de San Francisco),
nadie de San Felipe presenciaba su paso (lo hacía por la plaza de
Armas, luego por detrás de la iglesia parroquial hasta la plaza
de los Caballos, bajaba por Plata y seguía al cementerio), pero
de pronto la gente callaba al oír, en el silencio de la medianoche,
aún de otoño, la descarga de la fusilería; había
que esperar a los tiros de gracia para saber a cuántos se había
fusilado. Otras veces nos sorprendía, por inesperados, la descarga
y los tiros de gracia que a las doce o la una de la noche retumbaban en
todo San Roque: se trataba de linenses, llevados en algún camión
o autobús hasta las tapias del cementerio, a los que se ejecutaba
sin permiso de las autoridades de San Roque; los cadáveres se dejaban
allí y el camión desaparecía. Los que vivían
cerca del cementerio y del hospital contaban en voz baja algo de lo que
veían: el vehículo con los faros encendidos hasta consumarse
el fusilamiento (de seis, ocho, hasta de doce). Una noche de octubre se
fusiló a gente de La Línea por última vez: fueron
ocho muchachas a las que al parecer se las engañó para lograr
que subieran al camión sin resistencia; al ver que se las bajaba
en un cementerio, gritaron y lloraron de tal forma que sus alaridos fueron
escuchados por muchos de los que aún estábamos en la calle,
hasta que, tras dos o tres descargas, se hizo el silencio. El entonces
comandante militar de San Roque, un capitán (me parece recordar
que se llamaba Carretero, con simpatías por el Requeté),
protestó no sé ante quién de que en una zona de su
jurisdicción se fusilase sin su autorización. Al día
siguiente tuvimos más noticias, porque el secretario del juzgado
municipal, Nicolás García, subjefe del Requeté, tenía
que firmar, junto con dos testigos (el conserje del cementerio y el enterrador),
el certificado de defunción y enterramiento. Nicolás contó
que, unos días antes, en La Línea, dos muchachas habían
llamado a un piso y, con gran sigilo, habían pedido ayuda económica
para el Socorro Rojo Internacional. Los habitantes del mismo no habían
dado donativo alguno y las denunciaron, las atraparon y llevaron al cuartel
de Falange. Allí confesaron y delataron a otras y, detenidas éstas,
dieron más y más nombres. Don Servando Casas fue expeditivo:
unas doscientas mujeres (hijas, esposas de detenidos o de ya eliminados)
fueron fusiladas en el curso de dos o tres días, en La Línea,
San Roque, Algeciras y Los Barrios. Yo vi a las ocho fusiladas en San Roque
cuando, al salir del hospital con don Fernando Marenco, el médico,
me pidió que le acompañara a inspeccionarlas antes de firmar
el certificado de defunción.
El pelotón
de fusilamiento, en Falange, estaba formado por voluntarios, una vez que
llegaban los guardias civiles que también habían de intervenir.86
Entre los falangistas más destacados en esa tarea estaban Colodrero
y Medina, ambos hijos de guardias civiles (y que, como inquilinos con su
familia del cuartel de la guardia civil, habían vivido las horas
en las que fueron cercados), Ernesto Onetto y otro llamado «el Terrizo»...
El jefe de Falange había de dar los tiros de gracia. Había
algunos que, sin ser de Falange, sobresalían por su terrible oficiosidad
a la hora de fusilar: así, el cabo de los municipales, un tal José
Márquez, un tipo siniestro, que gracias a ese fervor continuó
en su puesto, desempeñado antes en un ayuntamiento del Frente Popular.
Siempre que había fusilamientos se le avisaba al párroco,
el padre Muñoz Arenillas (un año después sería
jefe del ya denominado Frente de Juventudes, que agruparía a Flechas
y Pelayos): iba directamente al cementerio, esperaba a que llegasen los
condenados, confesaba rápidamente a los que se prestaban a ello
y, tras la ejecución, impartía la absolución a todos.
Debió de ser
a mediados de septiembre cuando se decidió fusilar a los más
de veinte masones detenidos en el local de Falange. El paseo se inició,
como siempre, a pie, San Felipe arriba. Ocurrió, sin embargo, un
hecho insólito. Un requeté, de unos cuarenta años,
que llevaba en San Roque unos dos días y que era fiscal de la Audiencia
de Cádiz, preguntó a uno de los que componían el pelotón
adónde llevaban a aquellos hombres.
-Son masones y van
a ser fusilados -se le respondió.
Aquel requeté
-me acuerdo que era un hombre delgado, con gafas-, en plena calle, se identificó
y se dirigió a Manolo González, como jefe de Falange, y le
preguntó:
-A estos hombres,
¿se les ha hecho consejo de guerra?
Cuando Manolo González
contestó negativamente (los consejos de guerra no comenzaron en
San Roque y La Línea, según mi testimonio directo, sino a
partir de febrero de 1937), aquel fiscal ordenó devolver los presos
al cuartel de Falange. Así se hizo. Pasada la oportunidad de que
los mataran, salvaron su vida: poco después fueron puestos en libertad
vigilada y sometidos a juicio por el tribunal para la represión
de la masonería.