No
quiero hacer elegías, no quiero conmover vuestros corazones; sé
muy bien que los corazones de los legisladores suelen ser corazones de
piedra. La esclavitud antigua tenía una fuente, al fin heroica,
que era la guerra. La esclavitud moderna tiene una fuente cenagosa, que
se llama la trata.
¿Creéis
que hay en el mundo algo más horrible, algo más espantoso,
más abominable que el negrero? El monstruo marino que pasa bajo
la quilla de su barco, el tiburón que le sigue husmeando la carne,
tiene más conciencia que aquel hombre. Llega a la costa, coge su
alijo, lo encierra, aglomerándolo, embutiéndolo en el vientre
de aquel horroroso barco, ataúd flotante de gentes vivas. Cuando
un crucero le persigue, aligera su carga, arrojando la mitad al océano.
Bajo los chasquidos del látigo se unen los ayes de las almas con
las inmundicias de los cuerpos. El negrero les muerde las carnes con la
fusta, y el recuerdo de la patria ausente, la nostalgia, les muerde con
el dolor de los corazones.
Señores
diputados: ¿Y aún temeréis que nuestras leyes perturben
las digestiones de los negreros, cuando tantos crímenes no han perturbado
sus conciencias? (Aplausos.)
Seguid,
seguid ese calvario. Buscad el negro en la sociedad. ¿Puede haber
sociedad donde se publican y se leen estos anuncios? ¿Les daría
a leer estos periódicos de Cuba el señor ministro de Ultramar
a sus hijos? No puedo creerlo; no se los daría. Dicen: "Se venden
dos yeguas de tiro, dos yeguas del Canadá; dos negras, hija y madre;
las yeguas, juntas o separadas; las negras, la hija y la madre, separadas
o juntas." (Sensación.)
No,
no podemos; de ninguna manera podemos, señores diputados, dejar
de votar la enmienda que yo he presentado, enmienda que pediré que
se vote nominalmente.
Grupos
de esta Cámara, ¿no tenéis todos el sentimiento de
humanidad? ¿Y en qué consiste este gran sentimiento que distingue
a los pueblos modernos de los pueblos antiguos? Consiste en ponerse en
la condición de aquellos que lloran, de aquellos que padecen. Acordémonos
los que tenemos hogar de aquellos que no lo tienen; acordémonos
los que tenemos familia de los que carecen de familia; acordémonos
los que tenemos libertad de los que gimen en las cadenas de la esclavitud.
Observo
que hay aquí algunos sacerdotes. Creo que han venido aquí
para algo más, para mucho más que para pedir la resurrección
de la monarquía y la continuación de la intolerancia religiosa.
Yo
no disputaré sobre si el cristianismo abolió o no la esclavitud.
Diré solamente que llevamos diecinueve siglos de cristianismo, diecinueve
siglos de predicar la libertad, la igualdad, la fraternidad evangélica,
y todavía existen esclavos. Y solo existen en los pueblos católicos;
solo existen en el Brasil y en España. Sé más: sé
que apenas llevamos un siglo de revolución y ya no hay esclavos
en los pueblos revolucionarios.
Sin
embargo, el cristianismo o no es nada, o es la religión del esclavo.
El
mesianismo fue la esperanza de un pueblo criado en la servidumbre; Moisés
nació bajo el látigo de los faraones de Egipto; Cristo es
un vencido de Roma, que no tiene patria ni donde reclinar la cabeza. Sus
primeros discípulos fueron vencidos como él; los primeros
mártires fueron esclavos, y su doctrina llevó el consuelo
a las almas oprimidas, prometiéndoles cambiar las argollas de la
tierra por una corona de estrellas en el cielo. La cruz, la cúspide
de la sociedad moderna, fue lo más abyecto ; el patíbulo
del esclavo en la sociedad antigua.
Yo
no participo, no puedo, la conciencia nos impone las ideas; yo, no participo
de toda la fe, de todas las creencias, de todas las ideas que tienen los
sacerdotes de esta Cámara. Sin embargo, si yo fuera sacerdote, si
yo tuviera la alta honra de pertenecer a esa elevada clase, yo, en el más
sublime de los misterios religiosos, teniendo vuestra fe, me diría:
El Criador se redujo a nosotros; aquellas manos que cincelaron los mundos
fueron taladradas por el clavo vil de la servidumbre; aquellos labios que
infundieron la vida, fueron helados por el soplo de la muerte; El, que
condensó las aguas, tuvo sed. El, que creó la luz, sintió
las tinieblas sobre sus ojos; su redención fue por este gusano,
por este vil gusano de la tierra que se llama hombre y, sin embargo, la
sangre de sus llagas ha sido infecunda, porque todavía en esta tierra,
donde yo levanto la hostia, hay hombres sin familia, sin conciencia, sin
dignidad, instrumentos más que seres responsables, cosas más
que personas; levantaos, esclavos, porque tenéis patria, porque
habéis hallado vuestra redención, porque allende los cielos
hay algo más que el abismo, hay Dios; y vosotros huid, negreros,
huid de la cólera celeste, porque vosotros, al reducir al hombre
a servidumbre, herís la libertad, herís la igualdad, herís
la fraternidad, borráis las promesas evangélicas selladas
con la sangre divina del Calvario.
El
señor Plaja nos decía la otra tarde: "¡Bien se conoce
que los señores de enfrente no tienen esclavos!" No los tenemos,
no; lo hemos sido nosotros, nosotros hemos sido esclavos, y por eso reivindicamos
la libertad de nuestros hermanos. Nosotros pertenecemos a la clase servil,
nosotros pertenecemos a la clase plebeya, a la clase emancipada que ha
de emancipar a los suyos. Sí; los plebeyos hemos sido parias en
la India, nos han arrastrado a la cola del caballo persa, nos han ofrecido
en sacrificio a dioses implacables, hemos derramado nuestra sangre en el
circo, hemos sido azotados sobre el terruño; una parte de nuestra
alma, de nuestro ser, padece en el Nuevo Mundo con los negros, sombra de
nuestros dolores, y queremos redimirlos nosotros, los redimidos por la
revolución.
¡Hijos
de este siglo, este siglo os reclama que lo hagáis más grande
que el siglo XV, el primero de la Historia moderna con sus descubrimientos,
y más grande que el siglo XVIII, el último de la Historia
moderna, con sus revoluciones! ¡Levantaos, legisladores españoles,
y haced del siglo XIX, vosotros que podéis poner su cúspide,
el siglo de la redención definitiva y total de todos los esclavos!