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De las historias barcelonesas de compra y venta de esclavos para uso doméstico y, peor aún, de las grandes fortunas edificadas sobre el tráfico de vidas humanas se habla muy pocas veces. Es el cometa Halley de los tabús. Muy de tarde en tarde. Extrañamente, se puede decir que se ha asomado dos veces en pocos días. La primera, gracias a que el Tricentenario ha programado esa obra, Casanova en directe, y los actores han echado mano de la paciente labor de documentación del historiador Albert Garcia Espuche. La segunda, porque el próximo lunes se pone a la venta Autobiografía de Barcelona, un libro coeditado por Efadós y el ayuntamiento que le dedica algunas páginas a esa cuestión. Como esto es solo la punta del iceberg, merece la pena sumergirse en tan desagradable materia, aunque solo sea para recordar que como mínimo 14 calles o plazas de la ciudad están dedicadas a prohombres catalanes que en 1872 (en términos históricos, ayer mismo) se oponían a la abolición de la esclavitud agrupados en el seno de la Liga Nacional de Barcelona, lo más parecido a un partido negrero que haya existido en España. Uno de los lemas de aquella alianza antiabolicionista la pronunció el empresario y diputado catalán Josep Puig Llagostera: «Sálvense las colonias y piérdanse los principios». Al menos este no tiene una calle en Barcelona.
Algunos países conmemoran una vez al año el fin de la esclavitud. En Holanda, por ejemplo, fue noticia hace cinco años que el propio primer ministro del país presidiera el acto oficial. «Este es un vergonzoso episodio de nuestra historia», dijo Jan Peter Balkenende. El caso de Holanda es interesante porque fue de los países más perezosos a la hora de encarar la abolición, que no sancionó hasta 1863. España lo hizo más tarde. En la práctica, el 7 de octubre de 1886. Lo interesante no son tanto las fechas sino el contraste, que mientras algunos países tienen incluso un día oficial para arrepentirse por esa mancha en su pasado, en España la esclavitud no suele ser tratada en público. Una visita al Museu d'Història de Catalunya es una opción recomendable para comprender el alcance de esta amnesia premeditada.
Por suerte están las universidades. Son muchos los historiadores que han tratado la cuestión. Es extraordinaria la tesis doctoral de Iván Armenteros Martínez sobre la esclavitud en la época medieval, que a lo mejor alguien se anima a leer si como reclamo se revela aquí que el tercer capítulo se titula ¿Soñaban los hombres medievales con mujeres orientales? Es un trabajo documentadísimo. Están por ejemplo las imprescindibles 396 páginas finales dedicadas solo a reproducir actas notariales en las que, por uno u otro motivo, aparecen citados esclavos. «Joan Monegal, mercader, ciudadano de Barcelona, vende según costumbre corsaria a Esteve Soley, notario, ciudadano de Barcelona, la esclava Caterina, canaria, de aproximadamente 18 años de edad, por el precio de 52 libras barcelonesas». Eso fue el 26 de junio de 1497.
Efectivamente, es el año del catapún, pero merece una mención porque las actas notariales resulta que son el mejor yacimiento en el que rastrear la historia de la esclavitud en Barcelona. García Espuche (lo suyo son más los siglos XVII y XVIII, lo que le convierte en el mejor retratista de la Barcelona de 1714) asegura que por sus manos han pasado 1,3 millones de actas notariales de aquella etapa, la suya, muchas anodinas, pero de vez en cuando ha dado con algunas que, al final del camino, han permitido documentar lo que los actores Boada e Intente ofrecían al público en Casanova en directe y que, injustamente, no interesaba.
Una de las historias más singulares con las que se topó García Espuche referidas a esos años de antesala de la guerra de sucesión es la muerte de un artesano de Barcelona, Dídac Pujo, que en su testamento había decidido dejar todas sus posesiones al convento de Sant Francesc de Paula. La herencia fue muy bien venida, pues los monjes pasaban estrecheces, pero incluía un esclavo moro, de nombre Met, de 25 años, que se consideró poco aconsejable alojar en el convento. Met fue vendido así a un platero de la calle de Argenteria, Jacint Nadal.
«Es incuestionable que había esclavos en la Barcelona de 1714, pero es difícil asegurar cuántos, pues en los recuentos oficiales de población podían ser tenidos en cuenta o, por el contrario, ser considerados un mueble más más de la casa», explica Garcia Espuche. Desde su punto de vista, no obstante, sería equivocado imaginar la esclavitud de aquella Barcelona como la de los campos algodoneros de Estados Unidos. «Era más un servicio doméstico», dice.
No obstante, parece intuirse que coincidiendo con los años de la guerra de sucesión se produjo un punto de inflexión en el negocio de la venta de esclavos. Lo que hasta entonces había sido un gran y milenario negocio, pero siempre bastante artesano, pasó a ser una gran industria. La letra pequeña del tratado de Utrech, por ejemplo, ya estableció un acuerdo por el que Felipe V encargaba la obtención de esclavos africanos al Reino Unido para abastecer las colonias españolas de América. El pedido inicial era de 48.000 personas. La concesión fue a parar a la sociedad inglesa South Sea.
El primero de los borbones españoles tuvo mucho que ver con el negocio negrero. No fue el único de su saga que lo hizo. De la regente María Cristina de Borbón siempre se sostuvo que tenía dos plantaciones en Cuba con 800 esclavos. Pero los verdaderos protagonistas de este pasado histórico ya entrado el siglo XIX, sobre todo cuando Estados Unidos y el Reino Unido ya había acordado la abolición, fueron muy a menudo las grandes familias de Barcelona. Se suelen citar en ocasiones así a Antonio López, marqués de Comillas, millonario, entre otras razones, por negrero, como si a través de él se pudieran expiar y silenciar los pecados de los demás, pero en verdad aquel fue un próspero negocio para muchos otros prohombres de Barcelona.
«Quien fuera
blanco, aunque fuera catalán». La frase, supuestamente pronunciada
por una chica negra a su madre en Cuba, retrata tristemente bien el recuerdo
de aquella etapa final de la abolición de la esclavitud en España,
de cuando el Diario de Barcelona sostenía que la pérdida
de las Antillas acarrearía «la ruina de Catalunya».
Vamos, qué gran tema para una exposición.