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No fue fácil abolir la esclavitud en el mundo occidental. Primero, porque el concepto estaba muy arraigado en el cuerpo social. De hecho, Europa había nacido y se había formado sobre la base de dos culturas esclavistas. Confrontados al dilema moral, fue sólo hacia primeros del siglo XIX cuando los movimientos abolicionistas empezaron a cobrar fuerza.
El primer hito lo puso Dinamarca en 1792, cuando prohibió la trata, pero no la posesión de esclavos. La abolición total no se produjo hasta 1848, cuando se sublevaron los esclavos de la isla antillana de Santa Cruz. La misma distinción hipócrita entre «trata» y «posesión» estuvo presente en la legislación británica. Prohibición de la trata en 1807, y abolición, en 1833. España prohibió la trata en 1817, abolió la esclavitud en la Península en 1837; en Puerto Rico, en 1873; y, finalmente, en Cuba llegó la prohibición en 1886. Los hacendados criollos cubanos, en plena expansión de las plantaciones de caña de azúcar, se resistieron como fieras a una práctica execrable, que, dentro del mundo occidental, ya sólo se toleraba en Brasil. La distinción entre posesión y trata favoreció el contrabando negrero, que causó estragos entre los africanos capturados. Muchos eran arrojados al mar cuando el traficante veía aproximarse un buque guardacostas.
El proceso abolicionista español fue lento y tortuoso. En 1870, Segismundo Moret promulgó el reglamento de «vientres libres», por el que quedaban libertados los hijos de esclavos, los ancianos y los que sirvieran en el ejército. Aunque la abolición se dictó en 1880 bajo el gobierno de Cánovas, se estableció un período de carencia de seis años durante el cual los esclavos pasaban a una especie de patronato. La guerra de Secesión de los Estados Unidos, que terminó en 1863 con la esclavitud en el continente americano, y la primera guerra de independencia hispano-cubana (1878-1888) hicieron comprender a los esclavistas criollos que su tiempo había pasado.