Esclavitud | > Índice de textos sobre la esclavitud |
La «trata» debería ser ya, por lo tanto, sólo objeto de investigación histórica, reflexión y reparación en lo posible de los daños causados, pero no es así. La trata de seres humanos, la esclavitud, permanece entre nosotros. Unas veces se esconde detrás de la servidumbre; otras, en el abuso laboral; otras en el negocio de la prostitución. Se puede hacer, de hecho se hace todos los días, demagogia política con este asunto, confundiendo términos y alterando el significado real de las palabras -no hay más que echar un vistazo por las páginas «antiglobalizadoras» de la red-, pero «esclavitud» es, sencillamente, la venta de un ser humano para ser explotado por el comprador en cualquier forma y manera. En este comercio, lo que menos importa es cómo o por qué medio se ha hecho el negrero con la «mercancía». No importa si se trata de un niño o una niña vendidos por sus padres en Mali, de un campesino con deudas en la región paquistaní de Sindh, de una mujer capturada en el asalto a una aldea del Sudán, de un adopción tradicional en Haití, de una adolescente sirvienta en Mauritania o de unos aldeanos forzados por el ejército birmano en la construcción de carreteras. No. Alguien los vende, alguien los compra: son esclavos.
Los esclavos de nuestro tiempo son como los de todos los tiempos. No hay que buscar sutilidades o metáforas; los esclavos de hoy son mercancía y sus condiciones de vida dependen de su valor objetivo y de su utilidad. Una adolescente camboyana situada en un burdel de Bangkok vale su precio en oro hasta que pierde el aura aniñada. Los niños de las tribus Dogón, Bambara y Senufo «contratados» en las plantaciones de Costa de Marfil, son valiosos mientras no dan problemas, mientras no crecen y se convierten en hombres. Los pequeños jinetes que montan camellos de carreras en el Golfo Pérsico se cotizan mientras no engorden o se lesionen. Cuando un esclavo pierde su valor se prescinde de sus servicios, como si fuera un electrodoméstico. También hay casos en que los matan, pero no son frecuentes. La esclavitud pervive prácticamente en las formas de siempre y el amo mantiene el dominio de su siervo sin más limitaciones que los usos y costumbres arraigadas en el lugar. No se espera que un haitiano acomodado de ciudad maltrate a su «restavek»; pero, a cambio de alimento, cama y una supuesta educación, puede exigirle todo tipo de trabajos.
Mercancía
humana
En Sudán,
los niños capturados en las selvas del sur deben ser educados en
la verdadera fe, el islam, y se sobreentiende que no deben sufrir castigos
inhumanos. En la región de Sindh, en Pakistán, la compraventa
de campesinos, a veces familias enteras, lleva aparejada la obligación
de permitirles cultivar una parcela de tierra para su sustento. Los esclavos
se consiguen por los mismos procedimientos de siempre: captura, endeudamiento,
engaño o venta. A veces, la frontera entre un contrabandista de
hombres, que pasa inmigrantes, y un traficante de esclavos es muy fina;
lo mismo reza para el empresario sin escrúpulos y el negrero. Pero
existe. En Brasil, por ejemplo, hay trabajadores que se endeudan en los
almacenes de la compañía que les contrata y que deben a su
empleador el sueldo de varias vidas. Pero hay otros que, por mucho que
cueste creerlo, han sido llevados con engaños hasta las fincas amazónicas
en deforestación y son retenidos a base de pistola y látigo.
Hoy, como en los últimos treinta siglos, un ser humano puede ser
reducido a la esclavitud o, simplemente, nacer esclavo. Cuando las autoridades
paquistaníes intervinieron en la región de Sindh, liberaron
familias que llevaban tres o cuatro generaciones sirviendo al mismo propietario.
Del millón y medio de siervos calculados por el gobierno regional
y el Banco Asiático de Desarrollo, se pudo librar a unos quince
mil, pero algunos de ellos fueron recapturados y vendidos a otros terratenientes.
Entre los Bambará de Mali se acepta con normalidad que los traficantes
recorran las aldeas más pobres a la búsqueda de niños
sanos para, previo pago a su familia, trasladarlos a la costa de Guinea
y venderlos en las plantaciones de piña o algodón. En el
sur del Sudán, los guerreros bagaras, que han cambiado la espada
y la espingarda por el AK-47, llevan a cabo sus aceifas sobre los pueblos
negros con las mismas tácticas de siempre, aunque ahora lo hagan
en calidad de auxiliares del gobierno en su guerra contra las guerrillas
cristianas y animistas del sur. Los cautivos, casi siempre niños
y muchachas, son vedidos a los soldados y civiles que regresan al norte.
El mercado principal está en Bahr el Ghazal, por más que
el gobierno de Kartum lo niegue. Y la historia se repite en Darfur, sin
que las denuncias de Naciones Unidas hagan mella entre los gobiernos occidentales.
Servidumbre oculta
Por supuesto, todos
los países en los que persiste el flagelo se han apresurado a dictar
leyes contra la esclavitud y, de vez en cuando, presentan a los negreros
ante el juez. Pero la costumbre, la corrupción y, sobre todo, la
arraigada conciencia en las víctimas de que han nacido esclavos,
como sus padres y los padres de sus padres, convierten la legislación
en papel mojado. Soportar los castigos Ese parece ser el caso de la ya
citada Mauritania, denunciada por Anmistía Internacional, donde
la esclavitud se oculta en servidumbre. O como en Níger, donde uno,
simplemente, sirve al amo, soporta los castigos debidos y sólo aspira
a ser atendido en la vejez. Sí, los gobiernos siempre niegan aunque,
como en Brasil, al final hayan tenido que organizar un Brigada de Inspección
Móvil contra el trabajo forzado, o, como en Argentina, Susana Trimarco
de Verón, madre de Marita Verón, lleve cinco años
buscando por los prostíbulos de medio mundo a su hija. Lo único
que se sabe es que la capturaron para venderla a un proxeneta. Con ella,
en la misma cuerda, había otras dos jóvenes paraguayas y
una brasileña. La madre de Marita cree que aún está
con vida. Las madres sudanesas que han visto como sus hijos eran arrastrados
hacia el norte, sólo pueden confiar en que el amo les trate bien.