El derecho a la propiedad, reconocido como institución legal desde épocas históricas, se ha ido desarrollando en paralelo a los distintos modelos de organización social. En este sentido, el concepto trasciende el campo jurídico configurándose como el elemento básico del sistema económico que rige en una sociedad concreta, con lo que aparecen claramente manifiestas también sus vinculaciones con el régimen político imperante en esa sociedad. Consecuentemente, se trata de un derecho recogido en gran parte de las constituciones modernas, en especial de los países con economía de mercado y, en los últimos años, también en los países con economías en transición.

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En un contexto de globalización de la economía mundial y de generalización del sistema económico basado en las fuerzas del mercado, las tentaciones hacia el reconocimiento único del derecho a la propiedad privada, también sobre los medios de producción, y la fe en las fuerzas del mercado constituyen una peligrosa tendencia que debe contenerse y, en su caso, equilibrarse con el resto de los derechos humanos y libertades fundamentales. De tal manera que pueda hacerse realidad el derecho a un orden social e internacional en el que, como se señala en el artículo 28 de la DUDH , los derechos proclamados en la Declaración puedan ser plenamente efectivos.

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Pero, como hemos visto, estamos ante un derecho que no es absoluto y cuyos límites vienen exigidos por la función social de la propiedad. De hecho, no hay ningún otro derecho que esté sujeto a más condiciones y limitaciones en orden a permitir que el Estado intervenga en favor del interés general, para impedir la discriminación o el uso indebido de la propiedad o promover una distribución justa y equitativa de la riqueza, que el derecho a la propiedad. Se trata, en definitiva, de encontrar el equilibrio entre el interés individual, por una parte, y los intereses de la sociedad, por otra.