La Declaración Universal de los Derechos humanos |
"Me matan si no trabajo, y si trabajo me matan. Siempre me matan, me matan, ay, siempre me matan". Así cantaba hace años el uruguayo Daniel Viglietti poniendo música a un poema de Nicolás Guillén. Tres trabajadores han fallecido sepultados por toneladas de tierra y lodo en las obras de la nueva terminal de Sondika. Son sólo algunos de los trabajadores que, según las estadísticas oficiales, perderán su vida mientras desarrollan su actividad laboral.¿Cuál es la tasa de siniestralidad laboral que podemos considerar normal? ¿a partir de qué número de muertes en el trabajo debemos empezar a preocuparnos? ¿cuántos accidentes hacen falta para que la siniestralidad laboral deje de ser considerada accidental y pase a ser concebida como una cuestión estructural? Son preguntas difíciles de responder, pero no deja de ser irónico que usemos la expresión ganarse la vida como sinónimo de trabajar. En 1997 murieron en el País Vasco 69 personas como consecuencia de accidentes laborales. Ese año fueron 1.070 los accidentes mortales en todo el Estado español. Aunque los índices de siniestralidad laboral en la CAPV han disminuido en los últimos años, esta es superior a la que se registra en el conjunto del Estado, tanto desde el punto de vista de la incidencia, de la frecuencia, de la gravedad, como de la duración de las bajas.
La temporalidad, la subcontratación y la precariedad laboral son factores fuertemente relacionados con la siniestralidad. Según datos del Instituto Sindical de Trabajo, Ambiente y Salud de CCOO un trabajador fijo tiene un 25% de posibilidades de sufrir un accidente, uno temporal un 42% y un trabajador de empresa de trabajo temporal un 47%. Una encuesta realizada por ese instituto desvela que el 62% de los empresarios españoles desconocía la Ley de Prevención de Riesgos Laborales, que sólo un 9% había adoptado un modelo de organización de la prevención y que tan sólo un 5 % había impartido formación al respecto a sus directivos. El accidente de trabajo emerge como un síntoma: a través de él se percibe que la racionalidad económica es el principio constitutivo de las relaciones sociales en el mundo moderno. Lo mismo ocurre con el paro o la precariedad en el empleo. Aunque hay personas que mueren en el trabajo por causas individuales, la mayor parte de estas muertes no pueden explicarse recurriendo a este tipo de razones. Aunque hay personas que no encuentran trabajo por causas individuales, la inmensa mayoría de las personas paradas o subempleadas no están en esa situación por razones personales, sino estructurales.
En la exposición de motivos de la Ley contra la Exclusión Social, aprobada por el Parlamento vasco en mayo de 1998, se puede leer: "En nuestra sociedad moderna el trabajo constituye el medio por excelencia de adquirir derechos y deberes respecto a la sociedad y de que ésta los adquiera respecto al individuo. Así entendido, el derecho al trabajo se convierte en condición sine qua non de la plena ciudadanía, y adquiere todo su significado como derecho político". Pero, ¿acaso es menester mostrarse merecedor del derecho a vivir?, ¿no es tal cosa un horror propio de sociedades totalitarias? Si el derecho a la vida pasa por el derecho y el deber de trabajar, ¿qué ocurre cuando millones de personas se ven imposibilitadas de cumplir con dicho deber, no por su culpa, sino por causas estructurales? ¿y qué ocurre cuando centenares de personas se ven expuestas a la muerte por las condiciones de su trabajo? El paro, la precariedad, la siniestralidad laboral, son características estructurales de una sociedad que renuncia a sus deberes para con los individuos que la conforman. Cuando tanto hemos sufrido por la violación de los más básicos derechos individuales en nombre de los derechos de entes abstractos deberíamos ser más sensibles a la formidable y cotidiana sangría humana que se está produciendo en nombre de la productividad, la competitividad, la empresa o Europa.