La Declaración Universal de los Derechos humanos |
La aparición de nuevos casos de conflicto entre escuelas públicas y alumnas que portan el hiyab ha reabierto la polémica del velo en los centros docentes. Tanto en el episodio de Girona como en los dos más recientes de Ceuta, las autoridades educativas han decidido permitir que las niñas asistan a clase con el hiyab, desautorizando la negativa de los centros en virtud del derecho constitucional a la educación. Ha sido una decisión acertada, porque lo que está en juego no es la conveniencia, o no, de prohibir el velo en la escuela, sino la posibilidad de hacerlo con los instrumentos jurídicos existentes. Rechazar en los colegios públicos a las alumnas con hiyab supondría dictar una prohibición que, según se exige en un Estado de derecho, no tiene apoyo en una ley y que, además, podría entrar en conflicto con el artículo 27 de la Constitución.Si existe algún terreno para la polémica, y ojalá lo fuese sólo para el debate, es el de decidir si conviene aprobar una norma en la que apoyar la prohibición del hiyab. Los argumentos a favor se han buscado, por lo general, en la necesidad de prohibir el significado que se otorga al uso del velo, identificado con un símbolo de sometimiento de la mujer en el islam. El punto débil de este razonamiento radica en la modestia de su objetivo: si el uso de un pañuelo en la cabeza representase, en efecto, un símbolo de la discriminación de la mujer, la respuesta de una sociedad democrática sería prohibirlo en cualquier espacio público, no sólo en la escuela.
Legislar sobre el velo obligaría a toda la comunidad de estudiantes a regirse por una norma pensada sólo para una exigua minoría de ellos, lo que, a plazo, podría favorecer la animosidad en su contra e, incluso, la xenofobia: no habrían de faltar, por ejemplo, grupos de católicos que se quejasen de tener que renunciar a los signos de su religión por culpa del velo de las musulmanas, a las que, además, se presentaría como extranjeras. En un Estado democrático como el que está vigente en España se establece la aconfesionalidad de las instituciones precisamente para que los ciudadanos puedan optar por la fe que prefieran, o por ninguna. Si la aconfesionalidad se trasladase a la manera de vestir, aunque fuera en determinados lugares como la escuela, el problema jurídico que se abre exigiría discutir una materia distinta y altamente sensible como son los límites de la libertad religiosa.
El sistema de arbitraje entre los centros y las autoridades educativas que se ha establecido implícitamente en los casos de Girona y de Ceuta, así como el que ya se produjo en El Escorial en 2002, no es en el fondo una solución tan desacertada como se ha repetido durante los últimos días.