Y llegó el año séptimo,
el del descanso de la tierra
y la justicia.
Cristo era pobre y se dispuso
a tomar posesión de su derecho.
Escogió un olivar
y cada día del verano
veía
el crecimiento en paz de la aceituna,
la plata preeminente de las hojas,
la prieta juventud de la sazón.
Una emoción extraña
le embargaba, su pecho parecía
una reunión de corazones
cuando pisaba tierra que era suya,
aunque tan sólo un año fuera suya.
Se compró un perro y un
caballo,
pidió dinero, sulfató los árboles,
bebió el vino del guarda
-el mismo que lo echara en otro tiempo-,
sintió como su cara se tostaba
bajo el sol ahora nunca cruel.
Y llegó octubre, y la aceituna
estaba plena, grávida, y él quiso
tomar el fruto.
Habló con sus amigos;
entre todos llevaron escaleras,
cestas. Oh alegres manigeros
en caravana popular, dispuestos
a la preciosa provisión.
Entraron en el olivar, cantando
y allí les esperaba el dueño,
con muchos más, armados
de escopetas y látigos y fustas.
Se burlaron de ellos,
les pegaron.
Después alzaron los ajenos útiles
y comenzaron la cogida
de la aceituna. La cosecha
fue copiosa aquel año.
El pobre
esperó
a que pasaran otros siete años
según la ley.