Mi padre fue pastor allá, en la sierra,
cuando tenía siete u ocho años.
No fue a la escuela nunca
y escribe a duras penas su nombre cuando firma
eso sí, con el garbo
y la elegancia propia del que, a su modo, sabe
que la caligrafía y la sintaxis
nunca fueron espejos que muestran las virtudes.
No hizo falta que nadie lo instruyera
para llegar a ser un hombre justo
y parecerse a un sabio
de esos que, en Oriente, albergan en su calma
la erudición moral que los distingue.
Si lo pensamos, hay
una sabiduría natural ajena a toda lógica
que niega la enseñanza:
la que se adquiere a solas
tratando con la vida y con el mundo.
No hay diploma ni título
que acredite la honra y la decencia.
Si a los ojos lo miro,
puedo leer en ellos
lo que escribir no sabe su mano temblorosa.