Los veo cruzar las plazas y la vida,
arrastrando su alma,
deambulando por las calles.
Ellos viven al margen de las ordenanzas,
ajenos al perdón de estar allí vacíos.
Rebuscan en los contenedores
de basura para encontrar su pedazo de pan,
tal vez, la desaparecida dignidad
que le ha arrebatado poco a poco.
Alargan sus manos para pedir limosna
y duermen en las puertas de las Iglesias,
de los bancos que les desahuciaron;
logrando el milagro de ser invisibles
ante los ojos de los demás.
Les llamamos excluidos sociales,
como si fueran cosas que ensucian el paisaje.
Desde mi ventana
les contemplo a veces,
y maldigo la indiferencia, al pasar
por delante de sus fríos cartones,
donde descansan y viven mis hermanos,
sin perder la esperanza
de volver a su casa y al abrazo
que les han arrebatado con traición.
En su mochila caben mil historias:
la esperanza, el abrigo,
la dignidad, el beso, la palabra.
Un perro vagabundo se recuesta a su lado
y les veo abrazados,
lamiéndose uno al otro las heridas.