Allí, en esa silla baja, es donde
el niño
cojo
se ha sentado
para ver las palomas...
-¿Qué palomas? No es cierto.
Yo estaba equivocado:
para ver
los papeles oscuros casi blancos
izados por el viento,
levantados
-lloverá- en un remedo
de vuelo sucio, inútil, fracasado.
Para ver la cabra comeárboles
atada a un árbol carcomido y lacio,
para gustar el polvo en el saliva,
para oír a los grillos enjaulados
en su cárcel de alambre y de madera,
para cerrar los ojos deslumbrados
ante el destello súbito y violento
del sol en vidrios rotos reflejado,
para sentir las uñas de la tarde
clavándose en sus levas, blancos párpados,
y abrir después los ojos, y...
Silencio.
La ciudad rompe contra el campo
dejando en sus orillas amarillas,
en el polvo de hoy que será barro
luego,
los miserables restos de un naufragio
de colosales dimensiones: miles
de hombres sobreviven. Enseres y artefactos
-como ellos rotos, como ellos
oxidados-
flotan aquí y allá, o bien reposan
igual que ellos, salvados
hoy por hoy -¿sólo hoy? -, sobre esta tierra.
Mañana es un mar hondo que hay que cruzar a nado.