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Historia de la pena de muerte

El monopolio de la muerte por parte del poder


Cuando quien detenta el poder dicta una pena de muerte no quiere exactamente que el condenado muera: lo que quiere es matarlo. Son cosas distintas, tanto que a un condenado a muerte se le vigilará intensamente para que no intente suicidarse antes del momento de la ejecución. En todos los sistemas penales actuales o antiguos que incluyen la pena de muerte, el suicidio previo a la ejecución es una eventualidad que se ha de impedir a toda costa. Ha de ser el verdugo, la mano ejecutora de la sociedad, la que quite la vida al condenado siguiendo el ritual establecido.

Esta actitud refuerza la afirmación que la aplicación de la pena de muerte sigue siendo la administración de la venganza por parte de la sociedad. Históricamente, en este aspecto seguimos anclados en el segundo milenio antes de Cristo, cuando la Ley del Talión se incluyó en el Código de Hammurabi.

Sobre todo en el mundo bajo la influencia de las tres grandes religiones monoteístas. Las sociedades laicas de este entorno han heredado los criterios de la Ley Mosaica: un ser humano no tiene derecho a quitarse la vida bajo ninguna circunstancia, ya que esta prerrogativa le está reservada a Dios, o a sus representantes legales en la tierra. Contrariamente, en la Grecia y la Roma clásicas, entre los ciudadanos libres el suicidio era una opción que la sociedad aceptaba, y en algunas ocasiones incluso valoraba (al mismo tiempo, era un derecho que se negaba a los esclavos, en la medida que eran considerados un bien personal de su propietario). El ejemplo de Sócrates es ilustrativo: condenado a muerte, tiene la opción de suicidarse, rodeado de amigos, sin pasar las penalidades que pasaba cualquier esclavo condenado a la pena capital.

En el colmo de las paradojas, el mero hecho de intento de suicidio (considerado pecado mortal por la Iglesia), en algunos momentos se castigaba con la pena de muerte, como respuesta al desafío a las normas y al orden social que planteaba el suicida. Mediante la ejecución legal del suicida frustrado, normalmente acompañada de tormentos expiatorios, se ejemplarizaba a la sociedad, se le recordaba que la vida sólo la concedía y quitaba Dios, o en su  nombre el poder religioso o civil.

"Al condenar a una persona a morir por el crimen de haberse condenado a muerte a sí misma, las autoridades actuaban de acuerdo con una tradición venerable, bendecida tanto por el Estado como por la Iglesia. Sin embargo, estas actitudes cargadas de inquina y de revanchismo a menudo daban lugar a actos de una morbosidad grotesca. Por ejemplo, entre los relatos de la época se cuenta que un hombre que había intentado suicidarse cortándose profundamente el cuello, fue condenado a la horca pública en Londres. El médico de turno había advertido que sería imposible ahorcarle pues respiraría por el orificio que había dejado la herida que tenía abierta en la garganta. Pero los ejecutadores no hicieron caso del consejo y le colgaron de todas formas. Como el galeno había predicho, el corte en la garganta se abrió y el hombre siguió vivo respirando colgado en el patíbulo hasta que, finalmente, los concejales decidieron taparle la herida, con lo que el reo murió."
Luis Rojas Marcos. Las semillas de la violencia. Espasa. Madrid, 1995
Hasta finales del siglo XVIII (cuando se empiezan a buscar formas de ejecución más expeditivas e indoloras), era hasta cierto punto comprensible esta obsesión por evitar los suicidios de los condenados, ya que no se trataba sólo de ejecutarlos, sino de hacerles sufrir, antes de la ejecución y durante la agonía, de las formas más retorcidas y  brutales. Y por lo tanto, la posibilidad del suicidio era inaceptable, dentro de aquel paradigma. Ante un intento de suicidio, si el condenado no conseguía acabar con su propia vida, lo habitual era curarle de las lesiones que se hubiera producido, para, posteriormente, poderlo ejecutar "en buenas condiciones" (con los tormentos añadidos según los casos).

Parsaba en el pasado... y también en el presente, como ha ocurrido en alguna ocasión en los Estados Unidos, a pesar de la severa vigilancia a que someten a los condenados para evitar todo intento de suicidio. El caso de David Long es muy representativo. El jueves 9 de diciembre de 1999 fue ejecutado mediante una inyección letal. El lunes anterior había intentado suicidarse tragándose un bote de pastillas antipsicóticas. Los médicos del hospital de Galveston hicieron todo lo posible para salvar su vida, y el jueves lo trasladaron en avión desde Galveston a Huntsville, acompañado de la mejor asistencia médica para evitar que, muriéndose durante el traslado debido a su delicado estado de salud, no fuera posible ejecutarlo. Consiguieron hacerlo llegar vivo y fue ejecutado a las 7 de la tarde. No es un caso aislado: dos años antes, David Lee Herman se había intentado suicidar cortándose las venas del cuello y de las muñecas el día anterior a la ejecución.


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