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Los estados salvajes: la tortura en los años ochenta
Antonio Cassese.
Los derechos humanos en el mundo contemporáneo. Capítulo 7. Ariel. Barcelona, 1991 (pag. 152, 153)
Otro factor que no ha de menospreciarse es la transformación del Estado moderno en Estado burocrático de masas. Tal como ya observó el politicólogo alemán F. Neumann, la consolidación de aparatos burocráticos anónimos en los que toda actividad está parcelada y la responsabilidad individual se fragmenta, atenúa o desvanece, siempre con la aparición de la figura del líder que asume toda obligación y responsabilidad, facilitan la difusión de la tortura. Efectivamente, la parcelación de las obligaciones logra que, en las comisarías o en las sedes de las fuerzas armadas o de los servicios secretos en que se recurre a aquellas prácticas, incluso la aplicación del dolor físico o psíquico está subdividida entre muchas personas: alguien se encarga de secuestrar o hacer desaparecer al "culpable", algún otro se encarga de su detención, otros imparten las órdenes para que sea torturado, otro se encarga del interrogatorio para arrancarle a la víctima confesiones o delaciones, otro maneja los ingenios que concretamente infligen dolor; otros se ocuparán más tarde de hacer desaparecer el cuerpo de la víctima, arrojándolo desde un avión a alta mar, enterrándolo en fosas anónimas o destruyéndolo de las innumerables maneras que la técnica moderna pone a disposición de los torturadores.
Todo ello sirve, entre otras cosas, para "descargar" el posible sentimiento de culpa del torturador, para crearle una sólida coartada ante su propia conciencia; en pocas palabras, para posibilitar la realización de actos que cualquier ser humano dotado de una mínima razón debería considerar repugnantes.