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El silencio y el odio
Marie Agnès Combesque.
Bruño y Amnistía Internacional. Madrid, 2001 (pag. 12, 63, 64, 69 a 72)  colección "Yo acuso"
Los relatos que aparecen en este libro son reales, pudieron suceder en cualquier lugar, pero los hechos que se cuentan, ocurrieron, y las víctimas y los culpables existen. Las escenas violentas que se describen tuvieron lugar en Francia y en Rumania, tan sólo se han cambiado los nombres de las víctimas.

María la gitana


Me llamo María. Tengo unos sesenta años, no lo sé muy bien. He tenido cuatro hijos: Costel, Pardalian, Mircea y Lucian. Costel vive conmigo. De los otros tres no sé nada, se fueron hace mucho tiempo. Puede que estén muertos, y puede que no; a lo mejor ahora están en otro país donde la vida es mejor. Porque aquí la vida es un infierno. En este maldito país, mis padres, mis abuelos, y todas las generaciones anteriores a ellos, han sufrido. Nunca hemos podido vivir de otra manera que no fuera entre la miseria y el miedo. En cuanto algo no funciona, nos echan la culpa a nosotros. Y en este país, nada funciona desde... desde hace años.

Ahora vivo en la calle, en Bucarest. Normalmente encuentro algo de comer en los cubos de basura y, los días buenos, en los locales de la Cruz Roja. Lo más duro es el frío que te congela los huesos. Estoy cansada. Estoy cansada de vivir. Estoy cansada de que me miren mal, de que me insulten. La vida no es fácil para nadie aquí, ¿pero es esa una razón para que me escupan encima? Su palabra favorita es "cíngara". Aquí un gitano es un cíngaro, un don nadie, una colilla tirada en el suelo y pisoteada.

--¡Eh, cíngara, apártate de mi camino, vieja cíngara!

--¡Vete a morir a otra parte, cíngara!

--¡Vete con tus muertos, cíngara!

Eso llegará; todo llega. Pero Dios no me ha hecho todavía la señal. Espero que me llegue la hora, sufro, lloro a mis hijos, le lloro a mi casa. Lloro por mi suerte y por la suerte de los míos.

[...]

La muchedumbre vociferante prendió una brazada de paja. Alguien rompió un cristal con una piedra. La casa de Lucrecia era de madera, y no resistió. Oí gritos, y luego vi salir a los dos hermanos de la casa envuelta en llamas.

La policía armada que estaba allí los atrapó y les pusieron las esposas. Pero la jauría humana fue más rápida. Cogió a los dos hermanos y los golpeó hasta que dejaron de oírse sus gritos. Los policías se hicieron a un lado y les dejaron hacer. La jauría golpeó hasta que les dolieron los brazos. La violencia les envenenaba la sangre. Los rostros rojos, los ojos desorbitados, los vecinos rumanos pegaban y pegaban sin poder pararse.

De repente, dejé de tener miedo. Cerré mi puerta, como de costumbre, y salí huyendo. Los gitanos corrían a diestro y siniestro por las calles del pueblo. Algunos huían hacia el bosque, haciendo correr a las gallinas delante de ellos. Otros iban con los niños en brazos, o cargados de ropa. No sé cómo, yo fui a parar al ayuntamiento, que está en un extremo del pueblo. Vi el espectáculo desde la ventana.

Llegaron los bomberos, con un destacamento de policías. Ninguno parecía tener prisa. Nadie intentó apagar el incendio. En una hora, se había extendido a todas las casas de aquel lado de la calle. La jauría entró en cada una de las casas de enfrente. Cogieron todo lo que quisieron.

Vi a la gente salir llevando mesas, cacerolas y sartenes metidas en barreños, maletas tan llenas de ropa que no se podían cerrar. Una mujer salió de mi casa llevando mi aparato de radio. Otra me robó las mantas. Dos hombres se llevaron la cocina.

Como los que entraron después no encontraron nada, lo destrozaron todo: los cristales de las ventanas, la puerta, el suelo. Todo quedó hecho añicos. A golpe de horquilla, a hachazos, a patadas. Saquearon todo, destruyeron todo; todo lo que yo había comprado, acabó roto en mil pedazos. Las colchas de piqué que había cosido yo misma. Las sábanas de lino que había bordado mientras guardaba el rebaño de mi padre cuando era joven, justo después de la guerra. Había hecho unas flores que imitaban a las margaritas, y un ribete de hilo blanco. En aquella época, las sábanas no eran muy comunes. Era caro, y no resultaba fácil encontrar hilo. Este par lo guardaba yo para el día de mi muerte, para que me pusieran en una cama bien limpia y bien bonita con las manos cruzadas sobre el pecho, y un rosario enrollado alrededor del pulgar.

Sobre las cuatro de la mañana, la jauría prendió fuego a la última casa. Me fui de la ventana, salí por la puerta de atrás y llegué al bosque caminando lo más rápido que pude. En la noche, me parecía que los árboles lloraban, pero era que, al pie de cada árbol, había una familia gitana que se lamentaba. Yo también lloré, durante mucho tiempo, hasta que encontré a mi hijo sentado junto al tronco de un viejo roble. Le faltaba una manga de la chaqueta y tenía sangre seca en la cara. Saqué el pañuelo del bolsillo de mi camisa y sentí en la mano el frío del metal: la llave de mi casa. Le limpié la cara mojando el pañuelo con mi saliva. Al menos mi hijo estaba vivo.