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Ruanda: lluvia de sangre (saber perdonar)
John Carlin
. El País, 4/4/2004 (fragmentos)

A la orilla del lago, bajo el sol abrasador, habían hecho los ladrillos, grandes bloques marrones de barro, arcilla y paja. Habían trabajado dos semanas para terminar la tarea. Ahora transportaban los ladrillos, de uno en uno, desde el lago hasta el sitio en el que construían las casas, a lo largo de dos kilómetros de carretera llana y polvorienta. Eran muchos, centenares, y avanzaban en una fila larga, recta y silenciosa. Otra columna marchaba en paralelo en dirección contraria, de vuelta al lago para coger más ladrillos. En total, 2.000 personas, todas miembros de la tribu hutu de Ruanda, prisioneros que habían confesado su participación en las matanzas que -junto a tantas otras matanzas locales que se produjeron de forma simultánea en todo el país- constituyeron el genocidio de 1994, en el que un millón de tutsis murieron.

En un claro al borde de la carretera, otras mil personas se dedicaban a la construcción propiamente dicha. Estaban levantando casas para sus víctimas, para los tutsis supervivientes cuyos hogares habían destruido. Era un acto colectivo de expiación, que resultaba aún más convincente porque, junto a los pecadores hutus, también trabajaban tutsis. Delante de nuestros ojos se iba alzando un pueblo entero. Algunas viviendas ya estaban terminadas. Cañerías, electricidad, ventanas, suelos o pintura, que se consideran esenciales en los países ricos, eran aquí lujos innecesarios. Era media mañana, y al acabar el día, veinte casas estarían construidas y habitables.

Pero antes, los trabajadores hicieron una pausa y participaron en una ceremonia para conmemorar los acontecimientos del día. Se oyeron un par de discursos, uno del gobernador de la provincia y otro de un general del ejército, y luego, uno de los asesinos se levantó a recitar un poema suyo. El título era Dolor y miseria. "Ruandeses", empezaba, "el dolor y la miseria nos rodean, / la oscuridad ha caído sobre nosotros, estamos empapados en lluvia de sangre".

Palabras fuertes en cualquier circunstancia. Pero, procedentes de un hutu que había intervenido en el genocidio, ante un público formado en gran parte por tutsis, su impacto era sobrecogedor. Con el machete en la mano, miles de hutus -él incluido- habían despedazado a miles de vecinos suyos, todos tutsis. Este hombre había causado un dolor y una miseria indescriptibles, había asesinado, sobre todo, en la oscuridad, y sus ropas habían acabado tan empapadas como si hubiera llovido sangre desde el cielo. Todos los que le oían recordaban con detalle los horrores de los que hablaba. Y también comprendían que su propósito, al levantarse ante ellos, era hablar en nombre de todos los hutus de la comunidad. El primer objetivo del poema era reconocer aquellos crímenes espantosos. El siguiente era pedir perdón.

"Hermanos ruandeses, aceptad nuestro arrepentimiento, os hicimos daño, pero, por favor, aceptadnos y perdonadnos".
"Entonces no sabíamos lo que hacíamos, teníamos corazones de animales. Ahora somos distintos, hemos cambiado".
"Ahora, nuestros corazones son humanos".

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La labor de Inyumba

Inyumba, una mujer menuda y dulce, de treinta y tantos años, coloca ladrillos mientras habla. Sus compañeros de trabajo son principalmente hutus. Se siente a gusto con ellos, y ellos con ella. La miran, los asesinos, con admiración y algo parecido al afecto. Antes era su enemiga. No sólo por ser tutsi, sino por ser además una dirigente del FPR. El régimen hutu que organizó las matanzas convenció a la gente de que los miembros del FPR tenían cuernos y rabo, y, dado que todo tutsi era un rebelde en potencia, la única posibilidad de impedir que los señores del infierno se apoderasen de Ruanda era exterminar a los tutsis.

El hombre que trabaja junto a Inyumba se llama Vincent. Ha pasado nueve años en la cárcel. Colaboró en los asesinatos de más personas de las que puede recordar -padres, madres, hermanos y hermanas de la gente para la que ahora construye casas-. ¿Se siente amenazado ahora que vuelve a estar en compañía de esas personas a las que tanto daño hizo? "En absoluto. Saben lo que hice, pero me han perdonado. Por eso podemos trabajar juntos aquí; por eso jugamos al fútbol unos contra otros, y nos lo pasamos bien". ¿Al fútbol? "Sí, los prisioneros contra los que fueron nuestras víctimas. El fútbol nos une, independientemente de quién gane".

Usar el fútbol como instrumento de reconciliación entre hutus y tutsis es una idea que tuvo Inyumba hace tres años. Ruanda es un país fundamentalmente católico, pero la religión dominante es el fútbol.

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Quizá el símbolo más elocuente del milagro de la reconciliación que se está viendo a escasos diez años desde el genocidio es la selección nacional de Ruanda, en la que juegan juntos hutus y tutsis, y a la que apoyan hutus y tutsis con el mismo fervor. El principal goleador en la selección es un joven jugador a cuyos padres mataron en el genocidio, que vio con sus propios ojos cómo despedazaban y mataban a su hermano. El capitán es un hutu cuyos dos hermanos mayores son criminales de guerra en búsqueda y captura. Cuando Ruanda se clasificó el año pasado para la fase final de la Copa Africana de Naciones, una hazaña que nunca antes había logrado, todo el país enloqueció de alegría.

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Por aquel entonces, Inyumba llevaba tres años utilizando el fútbol para curar, a escala local, las heridas del genocidio. Obtuvo la ayuda de las embajadas de los países ricos para adquirir balones, un artículo escaso y valioso en Ruanda, y organizó equipos y ligas locales. "Se trataba de encauzar el entusiasmo de la gente hacia objetivos sociales positivos", explica. "Y funcionó, tal vez más que ninguna otra cosa de las que hicimos mientras estuve al frente de la oficina de reconciliación nacional".

En ningún sitio de forma tan espectacular como en Gashora. El partido entre los asesinos y las víctimas, los hutus y los tutsis, que Vincent -el hutu que colocaba ladrillos- consideraba la oportunidad de revancha para su equipo, se celebra cuatro días después de terminar las casas.

El partido de fútbol

El escenario es un terreno llano, a medio kilómetro sobre el lago en el que los 2.000 presos que esperan la amnistía viven desde hace un mes. El campo está lleno de estiércol, pero, por lo demás, las señalizaciones corresponden, en general, a las normas de la FIFA. Las porterías tienen casi el tamaño reglamentario: los postes de madera están a la distancia correcta, pero los largueros son unos troncos de árbol combados.

El equipo de los prisioneros hutu es el primero en salir a calentar. Trotan en fila india, dan una vuelta corriendo al campo y se acercan al círculo central para hacer estiramientos. Todo muy profesional, excepto que la mayoría van descalzos. El equipo tutsi, denominado los Supervivientes, tiene un aspecto menos disciplinado, más brasileño. Bailan en lugar de correr.

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Hay que hacer un esfuerzo para recordar que esto es como si los exterminadores de las SS hubieran jugado al fútbol, en 1950, contra los supervivientes de Auschwitz, mientras otros miembros de las SS y familiares de los muertos les contemplaban desde las gradas.

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¿Se palpa algún pequeño atisbo de violencia? En el terreno, sí. El árbitro saca tres tarjetas amarillas. Dos a los Supervivientes y una a los Prisioneros. Después del partido, después de que los miembros de los dos equipos se den la mano, el prisionero que ha recibido la tarjeta amarilla, un hombre grandón llamado Jean-Marie, responde así a la pregunta de si el resultado ha sido justo:

"No importa. Tiene que haber uno que gane y otro que pierda, lo importante es que juguemos. Cuando estábamos en la cárcel, muchas veces, pensábamos que el fútbol era una cosa que podía unirnos, así que, sobre todo, me alegra tener esta oportunidad de estar juntos y de que nos acepten estas personas pese a que matamos a sus familiares".

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El nombre del goleador de los Supervivientes es Eugene Ntalarutimana. Él también prefiere hablar de la importancia política del partido, más que del partido en sí. "Un empate quizá habría sido más justo, pero lo principal es que hemos podido participar todos. El fútbol y otras actividades colectivas como la construcción de casas son nuestros intentos de volver a vivir juntos en paz". ¿No siente odio? "No les odiamos. Han venido en un momento en el que les necesitamos para reconstruir nuestra comunidad. Es hora de que olvidemos lo que ocurrió".

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Saber perdonar

No todos los Gobiernos son tan sabios, sobre todo en unas circunstancias tan traumáticas, en las que el impulso natural es el de la venganza. El Gobierno ruandés fue el primero en perdonar. No ordenaron más que la ejecución de unos treinta líderes genocidas en los meses inmediatamente posteriores a su toma de poder, y ahora han puesto en libertad ya a más de 40.000 de los 120.000 supuestos asesinos que estaban en prisión. "Creo que lo que hemos visto aquí, en Ruanda, es único en la historia", dice Inyumba. "No sé si algún otro Gobierno se ha esforzado por detener el ciclo de venganza y empezar de cero cuando ha pasado tan poco tiempo desde que ocurrieron hechos tan terribles. Y no es sólo el Gobierno. Mucha gente, gente corriente, ha trabajado con nosotros para lograr la reconciliación, le ha dedicado largas horas, con una paciencia y una dedicación infinitas. Su sacrificio no se conoce más que en cada comunidad local, pero en mi opinión son héroes. Héroes comparables a cualquier otro, en cualquier sitio".

¿Cómo es posible que el Gobierno -en su mayor parte, formado por jóvenes guerrilleros cuando llegó al poder, en 1994- decidiera optar por la reconciliación cuando acababa de ver asesinadas a sus familias? "En su momento tuvimos muchas discusiones sobre el tema. Pero nos pareció que no teníamos alternativa. Si no, habríamos entrado en un ciclo continuo de venganza, la gente seguiría matándose hasta la eternidad".

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El mundo debería contemplar Ruanda con admiración. La gente debería mirar con asombro.