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Género y educación
Francesc López Rodríguez.
Ed. Graó. Barcelona, 2002 (p. 9)
Lo que en biología es un hecho natural -la diferenciación de sexos- en la práctica social se ha convertido en la dominación de un género respecto al oponente o complementario.

El androcentrismo ha pretendido a lo largo de la historia que las características biológicas sean consideradas o tengan carta de ciudadanía social, atribuyendo unas funciones y/o roles a cada uno de los sexos. Con lo cual, y desde esa misma óptica andrógina, se han reservado para el hombre aquellas funciones que algunas autoras definen como pertenecientes a la esfera pública (el trabajo fuera del hogar, la representatividad cualquiera que sea su naturaleza, el control de los medios de producción, etc.) y que, a su vez, confieren relevancia y poder a quien las detenta. Por contra, han atribuido a las mujeres aquellas funciones más cotidianas, más de infraestructura doméstica (por otro lado imprescindibles), despreciando con mayor o menor sutileza dichas prácticas y relegándolas socialmente a un segundo plano.

Para perpetuar dicho estado de cosas, el varón ha utilizado -históricamente- diferentes armas y argucias, desde planteamientos biológicos u orgánicos, por ejemplo el peso del cerebro o la función reproductora, hasta valores y virtudes supuestamente intrínsecos a su naturaleza, como la bondad o la piedad, pasando por argumentaciones groseras como apelar a la ignorancia propia del sexo o, sencillamente, reivindicando su rol en la estructura familiar en formato patriarcado.
Lo anteriormente dicho se traduce en un lenguaje, en unas prácticas, en unos supuestos vigentes y actuales en nuestra sociedad del siglo XXI, frente a lo cual se han alzado, y se siguen alzando, voces discrepantes y rei-vindicativas que pretenden una sociedad donde el sexo/género no sea un criterio determinante para alcanzar una finalidad, sea de la esfera pública o privada, sea para uno u otro género.

Y para conseguirlo contamos, también, con la institución educativa. Aunque los más pesimistas (algunos dirían realistas) alberguen dudas, más o menos razonables, sobre el peso real de la escuela frente a otros entes socializadores, como la familia y la televisión, no por ello debemos dejar de pensar que sigue siendo uno de los agentes más potentes para transmitir (¿perpetuar?) una cultura, unos valores, unos procedimientos determinados. Por este motivo, en el caso que nos ocupa, entendemos que el centro escolar ha de posibilitar que las diferencias (en este caso sexuales) no se conviertan en desigualdades.

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