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Esclavitud
La lucha contra la esclavitud
José Antonio Marina y María de la Válgoma.
La lucha por la dignidad.IV La lucha contra la esclavitud. Anagrama. Barcelona, 2000 (fragmento)
Es posible que el lector tenga una idea mítica y lejana de la esclavitud. Una idea hecha de cabañas del tío Tom y de mansiones lujosas que el viento se llevó. Hemos visto demasiadas películas americanas, en las que los abolicionistas, presididos por el rostro aquilino y enjuto de Lincoln, se enfrentaban a los caballeros del Sur, empecinados en mantener la esclavitud. Quizá por eso le sorprenda saber que hasta finales del siglo XIX la esclavitud era legal en España. Cánovas del Castillo presentó ante las Cortes un proyecto de ley de abolición de la trata en 1867, pero no de la esclavitud en sí misma, que sobrevivió hasta 1886. Es decir, se prohibió el comercio, pero no se liberó a los que ya eran esclavos. Y tal vez le sorprenda todavía más saber que en la actualidad puede comprar un esclavo en Sudán por unas doce mil pesetas.

La esclavitud ha acompañado siempre al ser humano como una Humanidad en negativo, como o una inhumanidad. En Oriente y en Occidente, en sociedades primitivas y evolucionadas, entre musulmanes y entre cristianos, en la lejanía y en la proximidad histórica. El Código de Hammurapi ya impone terribles escarmientos: "El que ayude a escapar a un esclavo, sea muerto." "El que esconda en su casa a un esclavo, sea muerto." Los esclavos permanecerán durante más de tres mil años siendo trágicos protagonistas de los códigos. Las cifras de la esclavitud son espeluznantes. En el siglo XIX había en la India ocho millones de esclavos. Durante los primeros siglos de control europeo sobre las Américas, la mayor parte de los que atravesaron el Atlántico fueron africanos encadenados más que buscadores de fortuna europeos. En tres siglos, más de trece millones de africanos fueron secuestrados y convertidos en mercancía, aunque sólo once millones llegaron a las costas americanas. El resto murió durante el viaje, por enfermedades, accidentes o malos tratos. 0 por hambre y sed en las atestadas sentinas de los barcos negreros. 0 de melancolía.

¿Dónde estás, madre tierra?
¿Dónde están mi río, mi mujer y mis hijos?
No se dónde estoy, ni conozco el aire,
y la comida me sabe a polvo.
Estar lejos es peor que morir.
Ahora sabemos que la nostalgia es una emoción universal y poderosísima. Es una enfermedad mortal para las personas que necesitan del grupo para considerarse personas, para las que viven en relación estrecha con la naturaleza. Así ocurre en las culturas africanas, donde la soledad es la aniquilación de la personalidad. Los esclavos eran llamados en la Antigüedad "muertos vivientes". Muertos vivientes, fantasmas, hombres deshabitados debían de sentirse los separados de su tierra, de su lengua, de sus costumbres.

"Cómo pudo tolerarse durante tanto tiempo este negocio?", se pregunta Hugh Thomas en su riguroso libro sobre la trata, al que tanto debe este capítulo. También nos lo deberíamos preguntar nosotros. Thomas pone de manifiesto las contradicciones sangrantes -nunca mejor dicho- de reyes, papas o filántropos, que proclamaban su interés por la justicia mientras mantenían esclavos a su servicio. 0 las de fray Bartolomé de las Casas, que tanto luchó por la dignidad de los indios, y que sin embargo no incluyó a los negros en esa lucha. Peor aún: propugnó la importación de esclavos africanos para liberar a los indios de trabajos pesados. ¿Qué pensar de Fernando el Católico, llamado por el Papa "atleta de Cristo", que dio en 1510 el primer permiso para enviar esclavos negros en gran número al nuevo mundo, para que extrajeran el oro de las minas de Santo Domingo?

Todos los movimientos reivindicativos tienen que enfrentarse con intereses y con mitos de legitimación. El poder quiere casi siempre adecentarse. Las justificaciones de la esclavitud han proliferado siempre. Un punto de referencia fue Aristóteles, el gran educador ético de Europa, que afirmó que hay esclavos por naturaleza.

La naturaleza quiere incluso hacer diferentes los cuerpos de los esclavos y los de los libres: unos, fuertes para los trabajos necesarios; otros, erguidos e inútiles para tales menesteres, pero útiles para la vida política.
Según Aristóteles, los esclavos carecen de razón. Dos mil años después, estas palabras iban a estar presentes en la Controversia de Valladolid (1550), donde se discutió sobre la condición humana o infrahumana de los indios americanos. Ginés de Sepúlveda, contrincante de Bartolomé de las Casas en esa disputa, muy versado en Aristóteles, defiende la tesis de que es necesario "someter por las armas a aquellos cuya condición natural es que deben obedecer a otros". Las Casas se encrespa, pero la idea de las diferencias radicales entre los hombres está tan extendida, que él mismo utiliza un argumento disparatado: Es verdad, dice, que existen infrahombres, pero no habitan en los trópicos, donde se encuentran los indios, sino cerca de los polos, o en el horno ecuatorial de donde vienen los negros "feos, bestiales y crueles."

La esclavitud se consideraba así una institución de derecho natural. Había existido siempre y siempre existiría. Era pues conveniente para los esclavos estar sometidos. Luis XIII de Francia, en un principio hostil al tráfico negrero, sólo se avino a admitirlo "cuando se le arguyó que era un medio infalible y único de inspirar a los africanos el culto al verdadero Dios". En 1837, Harriet Martineau recogía el testimonio de un joven propietario de esclavos, afirmando que "si se demostrase que los negros son algo más que un eslabón entre el hombre y el animal, el resto se desprende por sí solo y él tendría que liberar a todos los suyos."

Terminar con esta trata se convirtió en una larguísima tarea de tres siglos, en la que hubo que domeñar intereses, cambiar las creencias, excitar la compasión, maniobrar políticamente. El ambiente nos intoxica a todos y nos hace colaboracionistas por dejadez.

La historia de la abolición de la esclavitud tiene que recordar a las víctimas, sus resistencias, sus rebeldías, su desesperación y su valor. Y también a los hombres libres y generosos que se comprometieron en su ayuda, a veces con riesgo de sus vidas.