En las orgías romanas
los comensales se provocaban el vómito
para que su estómago fuera capaz
de almacenar los nuevos manjares
que los esclavos iban a servir.
Con el fin de disimular el desagradable eco
de arcadas y eructos
se ordenaba a los músicos
tocar sus instrumentos con más vivacidad.
Y se derramaban los más deliciosos perfumes
para camuflar el hedor de la inmundicia.
Sin embargo, la Roma imperial,
incluso en la época de su mayor poderío,
no pudo solventar los inconvenientes de esta costumbre.
Lentamente, el banquete se tornaba insoportable
con su olor fétido y su atmósfera neuseabunda.
O, al menos, eso contaron los cronistas,
para aleccionar a los hombres del futuro
en la verguenza por la glotonería y el despilfarro.
No lo lograron. No lo lograron.