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Universalidad de los derechos humanos
Federico Mayor Zaragoza.
Una cuestión de voluntad [Los derechos humanos en el siglo XXI. Ediciones Unesco / Icaria Editorial. Barcelona, 1998, p. 9-10]
Si los derechos humanos se atribuyen a una época, una región, una clase social, una forma determinada de civilización, su universalidad queda reducida a la nada y asoma la amenaza del sometimiento. Esa amenaza reaparece cada vez que alguien se persuade de que esos derechos universales reflejan una concepción particular del mundo, limitada, que se puede abandonar en provecho de perspectivas más modernas, mejor adaptadas.

Por ello hay que defender continuamente esos derechos y los principios en que se basan. El consejo es válido ahora y para el futuro. No se puede confiar en que una vez vencidos los totalitarismos, una vez acabado el tiempo de las guerras mundiales y de la guerra fría, se haya ganado la batalla. Los derechos humanos, en el mundo actual, no sólo tienen amigos. Estorban y seguirán estorbando a un buen número de poderes vigentes, de sistemas de dominación, de intenciones de sacar provecho, de concepciones del mundo. Más vale no dejarse engañar por las declaraciones unánimes y los consensos pregonados. Es una batalla sin fin. Las libertades siempre se pueden borrar o eludir. Por eso debemos rechazar todo aquello que restrinja los derechos humanos. Ni revisión de causa, ni negociación. Defender los derechos humanos es negarse a reducirlos con pretextos de reordenación o adaptación. Es buscar su aplicación en los diferentes contextos culturales y sociales. Es no rehusar a la policromía de lo universal, que es la del arco iris. Sólo hay que recelar del silencio o de la indiferencia.

Algunas personas que los cuestionan pueden argumentar: «Imponéis los derechos humanos, os negáis a adaptarlos y ante la propuesta de reordenarlos aludís al despotismo. Quizá cabría replanteárselo, dado que se trata de las complejas relaciones entre los derechos humanos y el mundo actual, variable, multicultural, amenazado por nuevos riesgos. Tal vez sería conveniente reformular algunos de ellos». Los que piensan así tienen razón por lo menos en una cosa importante: la defensa de los derechos humanos no puede ser mecánica ni rígida.

El hecho de mantener intacto nuestro vínculo con el carácter universal de los derechos humanos no significa transformarlo en un nuevo dogma, intangible y dominante. No sé si alguien cree realmente en la existencia de ese peligro.

Dudo que alguien pueda sostener sin mala fe que las libertades de culto, de expresión, de circulación, el derecho al respeto por la integridad física, o bien el derecho a la educación, al trabajo, al reposo y al ocio puedan ser nefastas, más «perjudiciales» que su ausencia. Las críticas dirigidas a los derechos humanos casi siempre apuntan a que no son realmente universales y que la universalidad es una creencia propia del etnocentrismo occidental. Afirman que las libertades mencionadas se adaptan al individuo europeo, pero no se pueden respetar en otras culturas y los derechos sólo se han adaptado a las épocas en que Occidente ha dominado el mundo.

Sinceramente, no creo que sea así. He conocido numerosas culturas y he reflexionado largamente sobre ellas, y no puedo menos que expresar mi gran admiración por la grandeza de espíritu de los autores de la Declaración. Los derechos humanos no se pueden reducir, en absoluto, a una ideología europea. No forman una creencia «local» que, aunque generosa, sea válida sólo en un perímetro limitado. Basados en la razón humana, cuya lógica no difiere en función de latitudes ni longitudes, son universales, en el sentido de que constituyen un ideal que todos pueden compartir.